La Obediencia al Derecho y el Imperativo de la Disidencia (Una intrusión en un debate)

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El punto de vista de González Vicén se halla resumido en el siguiente texto: «En tanto que orden heterónomo y coactivo, el Derecho no puede crear obligaciones porque el concepto de obligación y el de un imperativo precedente de una voluntad ajena y revestida de coacción son términos contradictorios... Con ello desembocamos en el gran problema de los límites de la obediencia jurídica. Si no hay más obligación que la obligación en sentido ético, el fundamento de la obediencia al Derecho basado en el aseguramiento de las relaciones sociales o en otras razones análogas es sólo, por así decirlo, un fundamento presuntivo o condicionado; un fundamento que sólo puede serlo en el pleno sentido de la palabra si el Derecho no contradice el mundo autónomo de los imperativos éticos. Si un derecho entra en colisión con la exigencia absoluta de la obligación moral, este derecho carece de vinculatoriedad y debe ser desobedecido... O dicho con otras palabras: mientras que no hay un fundamento ético para la obediencia al Derecho, sí que hay un fundamento ético absoluto para su desobediencia. Este fundamento está constituido por la conciencia ética individual».
Habermas llama a los intereses generalizables «necesidades comunicativamente compartidas», pues sólo a través del intercambio de argumentos en el discurso cabría que los miembros de la sociedad se pusiesen de acuerdo sin coacción sobre las normas a aceptar como válidas. Para ser exactos y como es bien sabido, semejante «consenso alcanzado argumentativamente» requeriría que el discurso se ajustase a las condiciones de lo que Habermas da en llamar una «situación ideal de habla» o de diálogo, que sería aquella situación que concurre «cuando para todos los participantes en el discurso está dada una distribución simétrica de las oportunidades de elegir y realizar actos de habla», es decir, aquella situación en la que «todo el mundo pueda discutir y todo pueda ser discutido», de manera que en ella reine, pues, la comunicación sin trabas.
«Con Rousseau aparece —por lo que atañe a las cuestiones de índole práctica, en las que se ventila la justificación de normas y de acciones— el principio formal de la Razón, que pasa a desempeñar el papel antes desempeñado por principios materiales como la Naturaleza o Dios... Ahora, como quiera que las razones últimas han dejado de ser teóricamente plausibles, las condiciones formales de la justificación acaban cobrando fuerza legítimamente por sí mismas, esto es, los procedimientos y las premisas del acuerdo racional son elevadas a la categoría de principio...».
La formación discursiva de una voluntad racional es para Habermas lo mismo que su formación «democrática», de suerte que se trata de un proceso en el que «todos somos» (o deberíamos ser) participantes». Y, en cuanto a la propuesta de democracia radical o «democracia participatoria» que de ahí se seguiría, ésta concreta algo, en términos políticos, la abstracta alusión a «la distribución simétrica de las oportunidades de elegir y realizar actos de habla».
Rousseau había dicho que nadie está obligado a obedecer ninguna ley en cuyo establecimiento no haya participado. La sumisión a cualquier otra ley es simplemente esclavitud, mientras que, como Kant repetiría casi con idénticas palabras, la obediencia a la ley que uno se da a sí mismo es cabalmente libertad.
Thomas McCarthy dice: «En lugar de considerar como válida para todos los demás cualquier máxima que quieras ver convertida en ley universal, somete tu máxima a la consideración de todos los demás con el fin de hacer valer discursivamente su pretensión de universalidad».
En la teoría del contrato no hay otro procedimiento para determinar la justicia o injusticia de una decisión colectiva que el democrático recuento de los votos de los ciudadanos. El imperativo categórico kantiano prescribe: «Obra de tal modo que tomes a la humanidad, tanto en tu persona como en la de cualquier otro, siempre como un fin al mismo tiempo y nunca meramente como un medio». La «humanidad», o condición humana, es para Kant aquello que hace de los hombres fines absolutos u «objetivos», que no podrán servir de meros medios para ningún otro fin, a diferencia de los fines subjetivos o «relativos» que cada cual pudiera proponerse a su capricho y que, en rigor, son sólo medios para la satisfacción de este último.
Cuándo una decisión colectiva atenta contra la condición humana, pregunta a la que, en mi opinión, no cabe responder sino que la «conciencia individual» y sólo la conciencia individual.
Kohlberg distingue dentro del estadio de la postconvencionalidad, y con esta secuencia, dos etapas: la de la orientación «contractualista» de la conciencia moral —en que el acuerdo se convierte en fundamento de la obligación— y la de su orientación por «principios éticos», que podrían a su vez prevalecer sobre cualquier acuerdo previamente adoptado.
En cuanto a la conciencia ética individual, y con acento que alguien diría «existencialista», González Vicén ha subrayado que «sus decisiones son siempre solitarias en su última raíz». Contra lo que sus críticos parecen temer a veces, la soledad no tiene nada que ver con la insolidaridad.
Desde la perspectiva ética del individualismo no se desprende que un individuo pueda nunca imponer legítimamente a una comunidad la adopción de un acuerdo que requiera de la decisión colectiva, sino sólo que el individuo se halla legitimado para desobedecer cualquier acuerdo o decisión colectiva que atente —según el dictado de su conciencia— contra la condición humana.
González Vicén dice: «La desobediencia ética no persigue, por definición, ninguna finalidad concreta y no es, por eso, tampoco susceptible de organización, no busca medios para su eficacia. Su esencia se encuentra en el enfrentamiento de la existencia individual consigo misma».
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