Virtud

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Introducción

Prudencia, magnanimidad, justicia, coraje, equilibrio, etc., han sido, con acentos diversos, los elementos de un catálogo básico de actitudes y comportamientos de las que ya hablaba Aristóteles en sus Éticas o en la Retórica.
Las virtudes, que se comprendieron en el pensamiento clásico como las disposiciones subjetivas requeridas por comportamientos que operaban como imágenes sociales de lo moralmente relevante y loable, podrán comprenderse, desde esta perspectiva contemporánea, como aquellas disposiciones básicas que se les suponen, por una parte, y se les requieren, por otra, a los sujetos morales —cuyo punto de vista ético es, en actitudes de primera persona, autónomo y reflexivo— en el discurso práctico.

¿Virtud frente a deber? La revisión neoaristotélica

La crítica romántica y hegeliana a la propuesta ilustrada kantiana dice: los sujetos no pueden coherentemente definir desde sí mismos y en el fueron interno de su mera conciencia y de su pura intención esa perspectiva ética, pues ésta debe siempre hallarse imbuida en los contextos materiales de las morales y las instituciones sociales concretas en las que los hombres se constituyen, precisamente, como sujetos.
Las posiciones neoaristotélicas señalan que las éticas del deber desconocen la relación entre la acción moral y sus fines.
Así, pues, si las éticas ilustradas y kantianas acentuarían los elementos de autonomía, de reflexividad del sujeto con respecto a sus fines, y de motivación racional, pues los fines dados deben ser sometidos al tribunal de la razón práctica para ser evaluados y aceptados o criticados, las éticas neoaristotélicas contraargumentarían que sólo la consideración de esos mismos fines puede dar sentido ético a la acción de los hombres.
En la discusión contemporánea se pueden perfilar dos diferentes fuentes de tales fines en los planteamientos neoaristotélicos. En primer lugar, podemos acudir al análisis de las capacidades básicas que parecen requerirse para una vida humana deseable, como hace Martha Nussbaum, y establecer una suerte de antropología moral de criterios mínimos indispensables que definen, incluso en términos transculturales, qué puede ser una vida deseable para los hombres. Cuando hablamos de capacidades básicas, nos referimos a las condiciones mínimas atribuibles a los hombres como sujetos que realizan acciones, no al contenido o a las finalidades concretas de tales acciones. No se trataría, por tanto, de definir directamente qué bienes primarios pueden ser deseables, sino de acordar una lista de las capacidades que, como preferencias de segundo orden, hacen deseables tales o cuales bienes, cuya diferente evaluación y determinación estará sometida a variaciones culturales o a otras contingencias.
Una segunda estrategia teórica para definir los criterios que definirían la desabilidad de los fines prácticos es al de acudir, en un grado menor de abstracción —abstracción que esta segunda estrategia siempre consideraría peligrosa por el grado de adelgazamiento al que podría verse sometida nuestra estofa moral—, a los contextos prácticos de definición moral, a las tradiciones que definen, en las diversas culturas, qué comportamientos son aceptables y cuáles no lo son y, en términos filosóficos, podríamos acudir a aquellas tradiciones teóricas que han puesto de relieve la conexión entre la acción moral, los fines de esa acción y el conjunto de prácticas sociales que, configuradas en tradiciones, insertan esos fines como productos de esas prácticas.
La oposición entre las éticas ilustradas y las éticas neoaristotélicas puede resumirse, pues, en dos rasgos:
  • respecto a la definición de los sujetos morales: mientras las éticas ilustradas ubican la definición del punto de vista ético en la autonomía de los sujetos en tanto que éstos poseen una prioridad con respecto a sus fines, fines ante los cuales los sujetos morales poseen una actitud reflexiva, las éticas neoaristotélicas entenderían esos fines como determinantes del punto de vista moral;
  • respecto a los contenidos de las acciones morales: mientras las éticas ilustradas segregarían el punto de vista ético de las posibles y plurales concepciones del bien que operan en sociedades complejas y diversas como las modernas, las éticas neoaristotélicas darían prioridad a los contextos comunales de definición del bien por medio de sus diversas concepciones de qué comportamientos son deseables como virtudes.

Sensibilidad, reflexividad y aprendizaje de las virtudes en la ética clásica

El valor de los conceptos se satisface en su significado, y éste en su uso, en la manera en que los hombres los emplean para la vida que viven. Pero, ese carácter descriptivo del talante moral aristotélico debe ser complementado con dos notas ulteriores: su carácter normativo y su carácter analítico. Aristóteles dice que no realiza una investigación para saber qué es el bien, sino para ser buenos; es decir, la tarea de la ética no es la de describir lo que es y favorecer el que seamos buenos. Por otra parte, esa comprensión se realizará con una analítica de los factores que intervienen en la definición de algo como bueno y virtuoso.
La definición aristotélica estándar de virtud señala que ya que las virtudes no son pasiones ni facultades, es decir, no son aquello que nos sucede y nos acontece en términos de nuestras sensaciones o sentimientos, ni tampoco por lo que podemos o no podemos hacer, por nuestras capacidades, habrán de ser «modos de ser» libremente adquiridos por los sujetos. Posteriormente se dirá que tales «modos de ser» refieren, en primer lugar, a las acciones y a los sentimientos de los hombres, a su sensibilidad, y vendrían definidos, en segundo lugar, por un término medio, el cual, en tercer lugar, se ejemplificaría según un principio racional tal como lo emplearía el hombre prudente. En esas definiciones pueden subrayarse los tres elementos de sensibilidad, reflexibilidad y aprendizaje que pueden ser relevantes para el análisis de las disposiciones de los individuos en su comportamiento moral.
El análisis de la virtud parte de comprenderla como héxis proairetiké como modo de ser selectivo, como hábito elegido de una manera de preferir, por así decirlo. Cuando Aristóteles señala que las virtudes no son capacidades ni pasiones, está apuntando a la actitud activa del sujeto moral: no es aquello de nuestro comportamiento que nos viene dado por las circunstancias materiales, históricas o psicológicas de nuestra herencia o de nuestro entorno. No es, pues, la fortuna o la desventura de nuestras existencias, sino la manera como podemos asumir y superar esa fortuna o esa desventura (la fortuna será, precisamente, aquello con lo que tenemos que habérnoslas, pues ingenuo sería pensar que no interviene materialmente en nuestra vida y en nuestra moralidad). La virtud no es, entonces, aquello que nos viene dado en nuestros puntos de partida, sino aquello que se decanta en nuestros puntos de llegada (por eso dirá que la felicidad, como finalidad del hombre, habrá de juzgarse tomando en conjunto la totalidad de la vida vivida). Las virtudes son, pues, disposiciones del sujeto que se adquieren activamente por parte de éste y muestran un cierto carácter adverbial: prestan el tono a lo que se hace centrándose en la manera en que se hace.
Las virtudes son disposiciones activas del sujeto referidas, en primer lugar, al campo de la sensibilidad y de las acciones. La sensibilidad mencionada no es sólo la sensibilidad pasiva de nuestras capacidades y de nuestras pasiones, sino también la sensibilidad ligada a la actividad de nuestro conocimiento práctico.
El segundo rasgo de la analítica de la virtud que exponemos siguiendo a Aristóteles es el de la reflexividad. El tratamiento aristotélico del término medio sugiere una cierta idea de relatividad según los sujetos (nunca los objetos) a los que se refiere, con un argumento sobre nuestras diferencias: «Llamo término medio [...], en relación con nosotros, al que ni excede ni se queda corto, y éste no es ni uno ni el mismo para todos». El medio no lo es según una regla externa, sino atendiendo a la medida interna de cada uno.
El tercer rasgo es el proceso de aprendizaje del punto de vista moral mismo que ha sido susceptible de interpretaciones comunitaristas. Según estas interpretaciones, siguiendo a MacIntyre, los fines y los bienes sólo son comprensibles en el marco de tradiciones que configuran acuerdos establecidos sobre los mismos y que son los nichos de los procesos de la socialización moral de los sujetos. La imagen del prudente sería, así, aquello que una tradición ha acordado como tal, y los buenos fines serían aquellos que esa tradición o esa comunidad han acordado como tales.

La virtud y las actitudes morales en primera persona

Los planteamientos contemporáneos de las éticas discursivas, y por elegir la formulación de Jürgen Habermas, señalarían que la validez de las normas y de los principios morales sólo puede comprenderse desde discursos prácticos en los que los participantes pueden adoptar una actitud hipotética ante esas normas y principios para valorar sus posibles razones y efectos. Ello quiere decir que todos los afectados por esa norma o principio podrían intervenir en la discusión y, en segundo lugar, que al hacerlo no discutirían sólo teniendo en consideración el estado de cosas dado, sino todas las consecuencias que podrían sucederse de tal norma si ésta se aplicara universalmente. Este vínculo de simetría, universalidad y actitud hipotética es el corazón de la propuesta discursiva.
Las tres notas de la analítica de la virtud que hemos analizado en el apartado anterior —sensibilidad y racionalidad, reflexividad y aprendizaje— pueden ser comprendidas, por tanto, como disposiciones básicas que se les suponen y requieren a los individuos en tanto sujetos morales, es decir, en su reflexión y en su actuar morales. En primer lugar, son disposiciones requeridas, es decir, condiciones que se les suponen a los sujetos en contextos de interacción discursiva práctica. Por ello quiere decirse que toda interacción de ese tipo, y en virtud precisamente de su simetría, requiere de los participantes determinadas disposiciones, tales como las que se expresan en su disponibilidad para entrar en la situación del discurso, para criticar y ser criticados en las razones que aportan y para ser requeridos y requerir tales razones. Sin tal tipo de disposiciones activas de los sujetos, la situación discursiva sería imposible o inconsistente, fracasaría. En segundo lugar, señalamos que esas disposiciones se les requieren o solicitan a los sujetos en la situación de discurso. Requerir, en ese contexto, supone la generación activa de esas disposiciones cuando las mismas no se cumplen o cuando el suponerlas no queda satisfecho; es decir, supone la cualidad que tienen estas disposiciones de ser aprendidas, como ya señalamos anteriormente.
El posible catálogo de cuestiones que pudieran incluirse entre aquellas que se descubren como de relevancia moral o que se definen en un momento histórico como poseedor de tal relevancia (con las características añadidas, de revisión, etc.) determina el campo de la semántica moral de ese momento histórico, y es un campo siempre sometido a revisión y a inclusión de nuevas cuestiones o a la eliminación de otras.
El discurso práctico ejerce y requiere la reflexividad de los sujetos y este es el rasgo distintivo sobre el que la modernidad elevó su programa ético. En términos de los requisitos que tal reflexividad impone sobre los sujetos que participan en el discurso (y en toda acción moral en tanto reflexiva), éstos se ven solicitados de suministrar razones de su comportamiento o de su juicio cuya validez conciben de manera no inmediata con respecto a su contexto. En otras palabras, no todo valor que se propone como válido ha de considerarse tal, sino sólo aquellos que discursivamente pueden aceptarse como tales y sólo aquellos que puedan ser aceptados y justificados reflexivamente por los sujetos. La reflexividad que separa la existencia fáctica de normas, imágenes de lo deseable, etc. de su validez (siempre hipotética hasta que sea justificada) es, precisamente, aquella que aparecía en la noción del mesotés aristotélico, quien no validaba los fines o los comportamientos por su mera inmediatez. Pero no sólo eso, pues la peculiar percepción de los rasgos contextualmente relevantes —y que es crucial en el programa de la phrónesis aristotélica como reconocimiento de la particularidad de contextos en los que hay que aplicar principios y criterios, o en los que hay que innovarlos—. Los sujetos son capaces de mediar su actitud discursiva (su actitud hipotética ante normas y principios) con contextos particulares: pueden determinar, y precisamente porque son sujetos reflexivos, los casos en los que son relevantes determinados principios u otras consideraciones.
Por último, esas disposiciones son susceptibles de aprendizaje. La práctica discursiva y la justificación reflexiva de criterios y normas está ya siendo ejercida cuando accedemos a ella. Los procesos de socialización (y de individuación reflexiva por medio de ella) nos introducen in media res y nos confrontan con modelos de ese ejercicio en marcha: la imitación, el fracaso y el éxito ajenos y propios, etc., configuran los jalones de ese aprendizaje. Pero, sobre todo, ese proceso se aprende en la percepción de su estructura reflexiva misma: aprendemos maneras de ser sabiendo de qué maneras pueden ser aprendidas, imaginando y seleccionando determinadas disposiciones entre muchas posibles y practicándolas reiteradamente en diversidad de contextos y de situaciones. Y sólo siendo tratados simétricamente en contextos como los que mencionamos alcanzaremos a comportarnos simétricamente, sólo siendo tratados como seres reflexivos, aprenderemos, al cabo, a serlo.
Las diversas ideas o imágenes de lo virtuoso configuran en un momento histórico dado una determinada idea moral de humanidad. La concreción valorativa de esa idea moral de humanidad ha tenido rostros diversos y se ha ido modulando y ampliando, la mayor parte de las veces, en un proceso de aprendizaje por negativo: es la experiencia de la barbarie ajena y, sobre todo, de la propia la que ha ido ampliando y ahondando aquellos rasgos que se consideran relevantes para definir qué es deseable o qué se requiere moralmente para comprendernos como humanos. En la modernidad cumplida, esa negatividad se ha incrementado, y la experiencia de la propia barbarie, que puede ser ejemplificada de tantas maneras y con tanta frecuencia, presta a ese ideal moral de humanidad un rostro peculiarmente negativo y resistente. Los derechos humanos han podido ser considerados, así, como el rasero práctico con el cual la humanidad se mide moralmente a sí misma en cuanto a sus mínimos, serían, en cierto sentido, requisitos que se imponen a la hora de considerar a los diferentes hombres y sociedades, imágenes si no ya de excelencia, sí, al menos, de requisitos indispensables en nuestra autocomprensión moral como especie.
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