Razón, Utopía y Disutopía

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La idea del no-lugar de la utopía no es contradictoria y hasta da la sensación de expresar una tautología. Etimológicamente, lo que caracteriza a la “utopía” es su “falta de lugar”. Tomás Moro (Utopía, 1516) compuso dicho término desde los vocablos griegos ou y tópos (“en ningún sitio”). La desconfianza hacia lo que es dudoso que pueda realizarse en parte alguna impulsó a Engels a superar el utopismo (Del socialismo utópico al socialismo científico, 1882). Sin embargo, Moro y Engels no son las únicas fuentes del concepto “utopía”, que también designa ciertas intenciones relacionadas con la realización de la convivencia social: en el concepto intencional de la utopía parece inexcusable la referencia a un tópos que además de deseable puede resultar accesible. La alusión a la intención conlleva, también, la efectiva voluntad de recorrer la ruta hacia la utopía. Ernst Bloch, máximo exponente del pensamiento utópico, rechazó la relación entre la utopía y las fantasías irrealizables: nada hay que presuponga en la utopía que nunca haya habido tal lugar o que no lo haya de haber nunca.

En su único sentido literal, utopía y ucronía tienden a confundirse entre sí y a conceptuarse como igualmente ajenas a los “hechos”, que se suponen todos temporales. El término “ucronía” ha dado lugar a los llamados “condicionales contrafácticos” y en este sentido cabe distinguir la contrafacticidad ucrónica (reflexión sobre “lo que hubiera pasado si…”) de la contrafacticidad utópica (reflexión sobre “lo que pasaría si…”); esta última, además, guarda más relación con consideraciones éticas que con consideraciones científicas (de los condicionales contrafácticos propios de las ciencias naturales). Desde el punto de vista de la intención, la utopía es contraria a los hechos sólo en la medida en que ello entrañe una preferencia moral por otros hechos, de modo que cabe conciliar, en la utopía, la contrafacticidad con la “sed de otra facticidad”.

Cabe preguntarse qué tendría que decir la ética ante la eventualidad de que no hubiera ya lugar para la utopía, aunque la respuesta dependerá del sentido ético que se quiera dar a la “intención utópica”. En todo caso, esta cuestión remite al horizonte actual de la razón práctica. K. O. Apel ha planteado la existencia de una situación paradójica: nunca como actualmente ha sido tan acuciante la necesidad de una ética universal en nuestra sociedad planetariamente uniforme, y sin embargo la tarea de fundamentación de tal ética nunca ha tropezado con tantas dificultades como en esta era en la que predomina una noción cientista de objetividad normativamente neutral. El problema, analizando los dos términos de esta paradoja, parece estribar no tanto en que la noción de validez intersubjetiva (objetiva, a fin de cuentas) se halle o no expurgada de elementos valorativos (siempre presentes en el ámbito de las ciencias humanas y sociales), sino en que las posibilidades de la razón para justificar las acciones humanas no podrían rebasar los límites del uso científico de la razón (la racionalidad se constreñiría al uso deductivo o inductivo de nuestras capacidades racionales). Así, no habría nada que decir de la racionalidad de los fines de nuestros actos, salvo negar que esta racionalidad exista (frente a la objetividad de los juicios científicos, los juicios morales serían no sólo subjetivos, sino irracionales en su fundamentación última). En definitiva, una ética universal –intersubjetivamente válida- es hoy tan necesaria como imposible.

Según Apel, la persistencia de actitudes neopositivistas en filosofía de la ciencia y la presumible resurrección de actitudes existencialistas en la más reciente filosofía moral parecen confirmar una situación de complementariedad entre objetivismo cientista y subjetivismo ético. Sin embargo, la constatación de esta complementariedad debe conducir a la pregunta por un posible origen común, lo que nos remonta al originario continente de la Ilustración. La Ilustración continúa suministrando el sustrato ideológico de las sociedades industriales avanzadas y su herencia presenta una cara romántica (que exalta la capacidad moral de decisión) y una cruz positivista (que reduce la racionalidad a su dimensión científica). Sin embargo, en sus orígenes esta dualidad se vivió como una tensión fecunda en la que la fe en la razón llevaba tanto a la posibilidad de un conocimiento científico de la sociedad como a la de su reforma de acuerdo con ese conocimiento. Esta tensión es la misma que movió a Kant –que nunca creyó que la ciencia pudiera ahorrar la ética- a distinguir entre razón teórica y razón práctica. Para Kant, esta distinción hunde sus raíces en una distinción más básica: la tensión entre el ser y el deber ser, que el filósofo de Königsberg nunca minimizó. La pertinaz resistencia de este dilema frente a los intentos de reducirlo permite que cobre sentido la pregunta por el tránsito inverso, del deber ser al ser (la realización de nuestros ideales morales): la preservación de la bipolaridad del ser y el deber ser es condición indispensable para hacernos cargo de la intención utópica. Para Bloch, Hegel es el ejemplo por excelencia del intento de aniquilación de esta bipolaridad (“lo que es real es racional”), lo que deja al hombre éticamente inerme ante la supremacía del acontecer histórico, aunque su contraaserto (“lo que es racional es real”) entreabre una puerta a la posibilidad de una futura identidad entre mundo y razón no tan atroz como la actual, apertura por la que va a asomar el marxismo.

No obstante lo cual, el propio marxismo reproduce en su interior la misma ambigüedad de la herencia ilustrada, y esto permite distinguir, de acuerdo con Bloch, entre “marxismo frío” y “marxismo cálido”, en conexión con la forma de tratar la “posibilidad objetivamente real”. El marxismo “frío” entendería de lo posible “en el momento”, de ahí su carácter de ciencia de las condiciones determinantes de la marcha histórica hacia la utopía. Asunto del marxismo “cálido” sería el de la posibilidad de superar toda objetivación inadecuada de la subjetividad humana en la historia, historia que hay que hacer evolucionar hacia la superación de toda alienación de sus sujetos-objetos. Aunque Bloch subsume ambos marxismos en uno y el mismo, podrían considerarse ambos como distintos y representativos de los socialismos científico (marxismo frío) y utópico (marxismo cálido).

La distinción entre ambos marxismos tiene un carácter ético. Bloch no tematizó su pensamiento ético, pero lo vinculó con el rescate de la reflexión utópica. El socialismo científico ha tendido a difuminar las fronteras entre lo real y lo racional, entre el ser y el deber ser. En tanto que socialismo científico, ha de conocer lo que la historia es, y en tanto que socialismo científico, ha de tratar de conciliar el desarrollo de la historia con lo que ésta debe ser. Sin embargo, “socialismo científico” parece una contradicción en los términos, pues “socialismo” y “científico” propician una confusión entre pronósticos sobre la marcha de la historia y programas de acción tendentes a influir en esta última. Esta confusión obstaculizaría la elaboración de una filosofía moral desde el marxismo, pues la determinación de los medios más adecuados para el logro de fines predeterminados por las tendencias históricas es labor de la “razón instrumental” (la práctica de la razón teórica a partir de programas estratégico-tácticos), que ha de distinguir de la “racionalidad de los fines” (la teoría de la razón práctica, vonculada a los programas éticos que dan prioridad a la elección racional de los fines). Para Bloch, la confusión entre ética y estrategia-táctica ha acechado siempre al marxismo frío.

Bloch no minimiza la dualidad de ser y deber ser, sino que más bien sugiere cómo el ser podría extraerse a partir del deber ser, tensión decisiva para su ontología del “no ser todavía” (ontología del ser in fieri) y para su teoría del conocimiento anticipatorio (“aún no consciente”): el mundo que anticipamos es el mundo tal y como pensamos que debe ser. La “función utópica” de la esperanza es, en Bloch, la anticipación de dicho mundo, función utópica presente en los “afectos de espera” y en productos culturales como los “ideales”. La esperanza como principio sólo actualiza totalmente sus virtualidades cuando cobra conciencia de sí misma y de la realizabilidad de lo todavía-no-sido. Lo todavía-no-sido no es sólo ni potencialidad objetiva ni potencialidad subjetiva, sino la conjunción de ambas en la blochiana utopía concreta, en la que la esperanza consciente (docta spes) encara el mundo como un laboratorio de experimentación soteriológica. Bloch piensa que la filosofía clásica pre-marxista careció de ese sentido esperanzado de la anticipación, al igual que las filosofías de raíz judeocristiana para las que la perfección es un estado final más que antecedente, y para las que lo ultimum se halla relacionado con un primum más que con un novum, careciendo así de una perspectiva de futurición. Para Bloch, la ética (ejemplificada en la ética kantiana) está siempre transida de “esperanza de futuro”; sin embargo, esta esperanza se relega en Kant a la abstracta realización de un reino moral de Dios sobre la Tierra inscrita en la intimidad del sujeto de la moralidad. Bloch valora el imperativo categórico kantiano (“el hombre no debe nunca ser un mero medio, sino siempre un fin”) como una exigencia en extremo formal (la actitud moral se debe mostrar en la forma, no en el contenido del querer). El imperativo categórico es, para Bloch, en gran medida ideológico, el bordón prusiano más el reino idealizado de la burguesía, aunque más que este bordón, lo que se encuentra en la ética kantiana es el reino idealizado de la burguesía surgida del ciudadano medio (citoyen). No obstante lo cual, la proposición kantiana podría contener un elemento de anticipación, ya que la exigencia, fundante de las otras, de que el hombre se tenga siempre como un fin y no como un medio, no puede nunca cumplirse en una sociedad clasista; aquí se entra en contacto con el páthos utópico kantiano, pues se trata de un “deber ser” que no capitula frente a lo dado, y que para Bloch representa deseos y tendencias de una clase en ascenso, aún no llegada a pleno poder, un imperativo categórico cuya efectividad moral presupone justamente una sociedad no clasista.

Bloch critica no tanto la ética de Kant cuanto su filosofía de la historia, pues el de Königsberg entendía la historia como realización “moral” o de la razón “práctica”. Bloch se aproxima éticamente a Kant, sobre todo en su convicción del carácter moral de la lucha por la realización de aquello que todavía no ha lleghado a ser (lo que debiera) y en su valoración del imperativo categórico como expresión de un deber que constituye una “anticipación utópica” de una sociedad no antagónica; sin embargo, la filosofía de la historia blochiana bascula más hacia Hegel, al que añade la dimensión de futuro y con el que comparte la tentación escatológica de asignar a la historia un fin, con el riesgo concomitante de transformar el summum bonum en categoría histórica, más que ética. Bloch concibe la historia como un proceso tendente a la consecución de la identidad entre el sujeto y el objeto de la misma (vía media entre el voluntarismo revolucionario y el determinismo socioeconómico marxista). Esta puede ser la mayor debilidad de la filosofía blochiana de la utopía, aunque sus críticos no siempre han sabido discernir sus registros hegelianos de los kantianos. Un buen ejemplo es el de las críticas de Kolakowski, entre las que cabe distinguir las mal fundadas y las acertadas. Respecto de las críticas no acertadas de Kolakowski, hay sobre todo tres.
  • En primer lugar, Kolakowski acusa a Bloch, en la línea de un cierto marxismo, de confundir la “predicción” del futuro (la prognosis científica) con la “creación” (programática) de dicho futuro.
  • En segundo lugar, cuando el resultado de las predicciones no coincide con los hechos, “pero para los hechos”.
  • Por último, si la exactitud de las predicciones no importa demasiado, la utopía concreta de Bloch se resiste a explicitar su contenido.
Ante estas críticas, cabe decir que la dicotomía pronóstico-programa no resulta apropiada en la distinción blochiana entre programas estratégicos o tácticos y programas éticos; cabe hacer una clasificación más bien tricotómica del pensamiento racional acerca del futuro (la prognosis –que incumbe a la razón teórica-, la planificación –que atañe a la razón instrumental en tanto aplicación de la teórica- y la utopía –de la que se encarga el pensamiento utópico como razón práctica, en cuanto examina la adecuación de los fines en sí mismos). A la luz de la anterior tricotomía, y de la distinción entre razón instrumental y razón práctica, elaborada por la Escuela de Francfort, resulta inadecuada la contraposición kolakowskiana entre prognosis científica y programación política. Una vez desarticulada la primera objeción de Kolakowski, las otras dos se desvanecen también: la invocación “peor para los hechos” cobra sentido si se entiende que el uso práctico de la razón consiste en transformar la realidad cuando ésta no nos satisface. Además, la razón práctica no está obligada a precisar el contenido positivo de la utopía, pues la misión de la ética no es hacer futurología.

No obstante, y pese a compartir con la Escuela de Francfort este “pensamiento negativo” de la utopía, prima en Bloch el énfasis en la dimensión afirmativa de la utopía. Bloch considera indisociables las cuestiones kantianas “¿Qué debo hacer?” y “¿Qué me es dado esperar?”, indisociabilidad que Kolakowski considera discutible. Para este autor, el pensamiento blochiano es una muestra arquetípica del mito de la identidad, en el que la esperanza es la presunción de la final identidad entre la subjetividad humana y sus objetivaciones históricas dentro de una sociedad sin clases. Kolakowski critica este punto de inflexión escatológico como un punto final de reposo al que tiende el movimiento natural, situación definitivamente estable que eliminaría la dimensión ideológico-apologética del marxismo y convertiría a éste en un residuo apologético. Para Kolakowski, evitar que el marxismo se rebaje a pura apología sólo se lograría adoptando un punto de vista radicalmente antiescatológico (la historia concebida como un proceso inconcluso e inconcluible); Bloch, sin embargo, se resistió a admitir un movimiento perpetuo de aproximación incesante y sostuvo la necesidad de una tercera vía –que no explicitó- entre el movimiento continuo y la parálisis del devenir, no obstante lo cual él fue consciente de la esencial frustrabilidad de la esperanza y sostuvo la falta de sentido de la pregunta “¿Qué debemos hacer?” si la respuesta a la pregunta “¿Qué nos es dado esperar?” fuese “Nada” (Bloch no previó la posibilidad de la ética allí donde no quedara rastro de esperanza).

El temor, opuesto a la esperanza, se da porque la totalidad irreversible sólo se da en el final y su ausencia no garantiza el porvenir, que sólo se tiene en la esperanza: el futuro de la identidad no ha sido alcanzado, por eso es frustable. El efecto aniquilador de la nada es una posibilidad parcial y su persistencia puede totalizar la nada en la secuencia final. El vislumbre del éxito final sería, para Bloch, el aval de su ética. Ahora bien, ¿hasta qué punto necesita la ética apoyarse en una filosofía escatológica de la historia (una “ética del éxito”)? Se ha acusado a cierto pensamiento marxista de rendir un culto inmoderado al éxito: el culto marxista al éxito ha estado teñido de un historicismo que ha convertido a la historia en piedra objetiva de contraste de la práctica subjetiva. Sin embargo, no cabe vanagloriarse del éxito histórico (la historia siempre condena a los vencidos), y una filosofía de la historia que no dé la espalda a la ética ha de prestar su voz a las víctimas sepultadas en el silencio. Y el marxismo blochiano está más interesado en la filosofía prospectiva de la historia que en la retrospectiva: en ésta, el ser triunfante se resiste a ser medido por ningún deber ser, mientras que en aquélla se corre el peligro de que todo deber ser se mida por el triunfo de un ser que en el futuro transforme en realidad nuestras expectativas.

Una ética de la intención utópica, aunque interesada en la realización del deber ser, es una “ética de la intención”, diferente de una “ética de los resultados” o “ética del éxito”. Algunos filósofos, como Apel, han tratado de forma equívoca la ética de la intención. Este autor, en efecto, contrapone a la ética de la intención (en la que supone que lo único que cuenta es la buena voluntad) una “ética de la responsabilidad” (en la que lo importante es tanto la buena voluntad cuanto la realización responsable de lo que es bueno); sin embargo, la realización de lo que es bueno no resulta ajena a una ética de la intención utópica. Apel hace un llamamiento a la weberiana ética de la “responsabilidad política”, supuestamente equidistante de la ética de la pura intención y de la de los puros resultados (aunque mucho más cercana, en realidad, a esta última). Weber obra, en las circunstancias históricas de su tiempo, como heraldo de la aparentemente irreversible decadencia del pensamiento utópico, y en este contexto contrapone las éticas de la responsabilidad y de la intención. Ambas éticas son, para Weber, “tipos ideales”, y en su contraposición hay que distinguir tres niveles, correspondientes a los tres sentidos de la palabra Gesinnung (Gesinnungsethik): “intención”, “finalidad” y “convicción”, de donde ética de “buenas intenciones”, de “fines absolutos” o de “principios incondicionados”. Weber polemiza con Kant:
  • En el primer nivel, a la ética de la intención se contrapone una ética de la responsabilidad (política) en tanto que “ética de las consecuencias” (los efectos de las decisiones tomadas y las acciones emprendidas cuentan tanto o más que las intenciones originales).
  • En el segundo nivel, la ética de la responsabilidad sería una “ética de la racionalidad teleológica” (entendida como razón instrumental que determina los fines que a su vez obran como medios para la consecución de otros fines). Weber no creía en la posibilidad de determinar los fines últimos con ayuda de una racionalidad valorativa (deontológica, coincidente con nuestra “razón práctica”). Tras la muerte del monoteísmo, se instauró un pluralismo valorativo o politeísmo, que planteaba el problema de conciliar éticamente una legislación que fuese a un tiempo autónoma (individual) y con pretensión universal. Weber no abordó este problema y Kant lo trató –defectuosamente- de resolver mediante la formulación de su imperativo categórico.
  • En el tercer nivel, la ética (kantiana) de convicciones se presenta como ética de “imperativos categóricos” (en la que el fin no justifica los medios), mientras que la ética (weberiana) de la responsabilidad sólo admite imperativos hipotéticos (en los que, en ocasiones, los medios están justificados por el fin, lo que convierte a esta ética en una ética del éxito).
Sin embargo, cabe considerar la posibilidad de cierta claudicación parcial de los principios éticos en las situaciones reales, pero la cuestión radica en hasta qué punto sería posible tal claudicación. Ha de tenerse en cuenta, a este respecto, que la regla maquiavélica implica una perogrullada, más que una inmoralidad, pues el fin y los medios se condicionan recíprocamente, aunque condicionar no signifique lo mismo que justificar: este recíproco condicionamiento entre medios y fines no quiere decir que los fines sean indiferentes cuando se da una coincidencia de medios, sino que los medios no son indiferentes en la persecución de ningún fin, y que sobre ambos recae el juicio moral. Por otro lado, la acción política no presenta ninguna excepcionalidad ética y, contra Weber, no hay dos éticas, una “de los políticos” y otra del resto de los mortales. En definitiva, Weber planteó un falso problema al distinguir entre las éticas de la responsabilidad y la intención, y este problema se acompañó de –y confundió con- la relación entre ética y política. Esta confusión ha ocasionado la distinción maniquea entre una conducta racional y responsable (la que practica una política de moderación y compromiso) y una conducta violenta y extremista (adjudicada al creyente en una ética de los fines absolutos). En cuanto al término “responsabilidad”, no se trata de una palabra aureolada, sino un término descriptivo que connota la predisposición a tomar en cuenta los resultados y consecuencias de nuestras acciones más que las intenciones o convicciones que las respaldan. La política se halla solicitada tanto por la razón instrumental como por la razón práctica (con la que tiene que ver la ética).

La opción por la razón instrumental o racionalidad de los medios frente a la razón práctica o racionalidad de los fines no comparte forzosamente la renuncia a fines absolutos y la preterición de la ética, pues el propio ejercicio de la razón instrumental puede convertirse en un fin en sí mismo, susceptible de absolutización: un buen ejemplo de ella aparece en la novela 1984, de Orwell, en la que el poder no aparece como un medio –por brutal que sea- en la consecución de un fin más o menos noble, sino que se transforma en su propio fin. Las concreciones políticas de las ideologías del poder por el poder podrían llamarse “maquinarias ideológicas desideologizadas”, carentes de principios y plasmadas en la sociedad totalmente administrada de Horkheimer, hacia la que parecemos tender en una situación calificable como de “final de la utopía”. Ahora bien, la supervivencia del pensamiento utópico parece transitar en la actualidad mediante su transformación teorético-comunicativa: Habermas y Apel renuncian a la propuesta de ideales utópicos positivos por un diseño del marco formal al que por fuerza remitiría la formulación de esos ideales, diseño que, a su vez, posee un contenido utópico (la utopía de una racionalidad fundamentada). Veamos la aproximación apeliana al problema utópico. Para ello, cabe presentar la reformulación de Habermas a la proposición kantiana del imperativo categórico (entendido éste como posible conciliación entre la pretensión de universalidad de la moral y el requisito de autonomía del sujeto): “en lugar de considerar como válida para todos los demás aquella máxima de conducta que convertirías en ley universal, sométela a la consideración de todos los demás a fin de hacer valer discursivamente su pretensión de universalidad”. Habermas plantea aquí la formación de una comunidad constituible a través de una racionalidad dialógica que concilia la moral personal y la pública. Sin embargo, ese diálogo racional es condición necesaria –pero no suficiente- para lograr tal conciliación.

Apel caracteriza la mentada comunidad como una comunidad de comunicación o diálogo, y distingue entre comunidad ideal y comunidades reales de comunicación. Estas últimas estarían constituidas por determinados “juegos de lenguaje”, consistentes en “formas de vida” que impondrían restricciones a una comunicación no coactiva. Pese a lo cual, Apel puede concebir un juego de lenguaje o forma de vida en que, en ausencia de dominación, la comunicación fuese irrestricta y el consenso comunitario sólo se lograra por argumentación. Para el logro de esta comunidad sería necesaria que la mutua interacción se rigiera por una racionalidad “dialógica” (o racionalidad argumentativo-consensual, en términos apelianos) con el objeto de lograr un consenso racionalmente fundado entre las partes dialogantes. El deber moral entrañado por la demanda de aproximación a esa comunidad ideal daría cuerpo a la “ética comunicativa”. Entonces, ¿es la ética comunicativa una utopía? “No” –según Apel- si la ética comunicativa fuera a ser nada más que una utopía; “sí” si esta ética se entiende como una justificación de la intención utópica. Apel reflexiona sobre esta cuestión planteando tres consideraciones. Primero, trata de deslindar la ética comunicativa de la utopía “escatológica” conceptuada por una filosofía especulativa de la historia; segundo, intenta establecer qué relación hay entre ética y utopía; y por último, estudia la posibilidad de realización de las condiciones formales de la comunidad ideal de comunicación a una política ajustada a las exigencias de una “ética” de la responsabilidad. Vamos a centrarnos sólo en la segunda de las cuestiones: ¿cómo se relaciona la ética comunicativa con la intención utópica del hombre?
Apel asigna a la ética comunicativa la misión de justificar parcialmente la intención utópica. Para él, el discurso argumentativo descansa sobre una idealización entendida como cesura entre la racionalidad argumentativo-consensual y la racionalidad estratégica; ahora bien, la ética presupuesta en el discurso argumentativo no carece de capacidad de obligar en la resolución de los conflictos prácticos de la vida. Sostener que hay una relación entre ética y utopía implica sostener que ambas pueden distinguirse. Para Apel, el criterio de tal distinción es la naturaleza de la anticipación: la anticipación utópica lo es de una representación empírica del ideal bajo la forma de un posible mundo alternativo, en tanto la anticipación ética enfoca el ideal más como una idea regulativa, nunca completamente realizable en la práctica. Si bien Apel insiste en que la anticipación ética lo es también de una situación ideal que se invita a traer a existencia en el futuro. Sin embargo, este pensador bordea los enfangados límites de la filosofía especulativa de la historia (“la realización en el tiempo del ideal confome a la ley dialéctica de una teleología del decurso histórico”). Apel trata de salir del atolladero distinguiendo entre la dimensión ética de futuro del deber ser incondicionado y la dimensión filosófico-histórica de futuro de la predecibilidad, dando prioridad a la primera dimensión, a la que correspondería una teleología de signo deóntico.
Esta reivindicación de la ética frente a la filosofía de la historia podría expresarse mejor echando mano de la distinción, recogida por Neusüss, entre un modelo “horizontal” y uno “vertical” de la utopía: el primero recoge la utopía como coronación del desarrollo lineal de la historia, y el segundo concibe la utopía como la reactualización, en cada instante del proceso histórico, del contraste entre la realidad y el ideal. Ambos modelos de utopía conllevan distintas concepciones de la ética: una teleológica (modelo horizontal) y otra deontológica (modelo vertical), que en Bloch coexisten hasta la imposición final del modelo horizontal-teleológico. El descrédito actual de este último modelo parece evidente, tanto en el (extinto) mundo socialista como en el mundo capitalista. Sin embargo, la lucha por una democracia radical puede seguir valiendo éticamente el esfuerzo aún no siendo avalada por ninguna filosofía de la historia ni respondiendo a intenciones utópicas que precisen de horizontes, bien que lejanos.
La contraposición entre opacidad y transparencia comunicativa da pie a Apel a distinguir entre el simple “acuerdo fáctico” de una comunidad real y el “consenso argumentativo” de la comunidad ideal de comunicación en cuanto un a priori y condición trascendental de posibilidad de la propia ética comunicativa. La frecuencia de incidencia de los acuerdos fácticos como productos del argumento de la fuerza nos urge, tal vez, a combatir la opacidad antes que a precisar en qué consista la transparencia comunicativa. En la comunicación humana real, ambiguamente translúcida, la utopía de la comunicación plena, como aspiración perpetuamente insatisfecha, entrañaría más bien (frente a Apel) un incierto a posteriori. La utopía de la comunicación plena, por tanto, guarda más relación con la verticalidad que con la horizontalidad utópica. Este concepto vertical de utopía viene a coincidir con el “concepto conservador” de utopía caracterizado por Neusüss (“la utopía como una instancia ética, perpendicularmente levantada sobre el plano histórico en el que se debate nuestra vida política”). No es, sin embargo, un concepto conservador en tanto que ahistórico o ucrónico, pues en él la utopía se encuentra incardinada en el momento histórico. La utopía vertical no propicia la inacción; ahora bien, cabe preguntarse si la acción revolucionaria no requiere de un horizonte de futuro. Pues bien, téngase en cuenta que la misma utopía horizontal sólo cobra sentido si ese horizonte se aleja de nosotros en la medida en que nos vamos acercando a él: tal conclusión es la conclusión más lógica de la fundamental inconclusión de la vida humana. Y entonces, la ética como utopía (la utopía ética) no sólo no induce al quietismo, sino que nos da razones para no estarnos quietos.
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