Psicoanálisis, Ética, Utopía

Compartir:
1. PLURALIDAD SEMÁNTICA DE “UTOPÍA”

Puede ser útil considerar, en los tiempos actuales de denostación de las utopías y del psicoanálisis, la relación que cabe establecer entre la utopía, tal y como la ha entendido Ernst Bloch, y el psicoanálisis en su versión freudiana. A las circunstancias ya mencionadas puede añadirse la condición que tiene el psicoanálisis como crítico de la utopía y reductor de la ilusión que todo propósito utópico comporta. Sin embargo, el injerto puede dar sus frutos, pues el psicoanálisis acentúa la fragilidad y las angosturas de nuestro mundo y nuestro deseo y la intención esperanzada y utópica, por su parte, no siendo sólo una huida frente al presente, recoge de alguna forma esa misma fragilidad: tal vez el paso por el iconoclasmo extremo pertenezca a la marcha misma de la esperanza y de un pensar desmitificador, pero no acomodaticio, para con lo dado.

Psicoanálisis y utopía han formado parte central del desarrollo de nuestra modernidad: Horkheimer habla del primero como de una “piedra angular” de nuestra filosofía, en tanto que Sotelo ha trazado las líneas básicas del encuentro y desencuentro entre la razón de Estado (que surge con El príncipe de Maquiavelo, 1513) y la razón utópica (cuya partida de nacimiento se encontraría en la Utopía de Moro, 1516). El género utópico, expresión de una posible estructura constante en el ser humano (Bloch) ha alcanzado su apogeo en la literatura, el pensamiento y la política a partir del Renacimiento y sobre todo en los dos últimos siglos: si en Kant ambas razones andan más bien disociadas, en Hegel se funden (el Estado es la utopía), y en Marx se invierte la relación (la desaparición del Estado es la condición de surgimiento de la utopía).

Los diversos estudiosos de la utopía han reparado en la ambivalencia semántica y la pluralidad de campos de este concepto. En este sentido, Kolakowski ha propuesto una doble delimitación: en primer lugar, “utopía” se referiría a las creencias de que es alcanzable una condición definitiva e inmejorable, aún en zonas concretas de la actividad humana. En segundo lugar, la palabra se aplicaría a proyecciones implementadas por el esfuerzo humano, lo que excluye las imágenes de un paraíso ultramundano o las esperanzas en un paraíso terreno por mandato divino. Así, la utopía no se ligaría tanto a la idea de “falta de lugar” (u-topía) cuanto a los anhelos de “buen lugar” (eu-topía).

Por su parte, Bloch fue uno de los primeros marxistas que prestó atención a Freud, aunque su apreciación no fue tan positiva como la de la Escuela de Frankfurt. Esta confrontación entre Bloch y Freud no deja de tener interés para nosotros, aún si la defensa de la utopía pueda o deba realizarse siempre à la Bloch o quepan otras maneras de concebirla.

2. E. BLOCH: LA OBJETUALIDAD DE LA ESPERANZA Y LA CONFRONTACIÓN CON FREUD

La obra de Bloch se orienta a la posibilidad de compatibilizar la esperanza y la voluntad de utopía con las tendencias objetuales del mundo. El principio esperanza, su gran obra, además de un sistema teórico, despliega una gran enciclopedia de las más diversas esperanzas y de los géneros de utopía a que dan lugar, desde las ensoñaciones más triviales, pasando por las utopías “temáticas”, hasta llegar a las grandes esperanzas de redención formuladas en las utopías sociales, en las artes y en la religión. Frente al predominio de la anamnesis en el pensamiento occidental (el privilegio platónico del pasado como modelo), Bloch pretende un pensamiento orientado al futuro, no como mera prolongación del presente, sino como salto sobre los órdenes de la realidad establecida y como frente del proceso abierto a lo nuevo. Y es que “nada es más humano que traspasar lo que es”. La esperanza se produce cuando el deseo de superar un presente no cumplido accede a la razón; la utopía florece cuando la esperanza se conjuga con las posibilidades reales objetivas que atraviesan la realidad. La utopía, que no es mera ilusión ilusa e impotente, es perfectamente compatible con las tendencias objetuales de la realidad, por cuanto en ésta no hay hechos fijos y consumados, sino más bien procesos. Ahora bien –sigue Bloch- esta objetualidad de la esperanza no implica seguridad. La esperanza puede resultar fallida porque nada está aún decidido, aunque por eso mismo nada está aún definitivamente fallido; en tanto lo necesario del mundo sea lo posible pero no lo invariable, es el realismo positivista el ilusorio al no contemplar lo nuevo posible ni la historicidad de la realidad. El verdadero realismo es el que atraviesa el mar de posibilidades que atraviesa lo real; el mundo permanece como un laboratorium possibilis salutis, de ahí la frase de Heráclito: “quien no espera lo inesperado jamás lo encontrará”.

Bloch se sitúa, al acentuar la labor subjetual del hombre, en la “corriente cálida” del marxismo frente al marxismo “frío” que confía en las leyes inexorables de la historia: esto proporciona a su pensamiento un fuerte sesgo ético. Sin embargo, frente a su concepción marxiana de la historia, Bloch se confronta, en el ámbito antropológico, con Freud. La preocupación teleológica de Bloch contrasta con la indagación arqueológica de Freud: aquél se preocupa por el despuntar de lo nuevo, mientras que éste procura descubrir los ardides del deseo regresivo y arcaico. Ahora bien, Bloch ha sabido reconocer el esfuerzo clarificador racional del liberal Freud, que quiere hacer consciente lo reprimido, frente a las oscuridades del fascista Jung, que pretende conectar lo consciente con lo reprimido, retrotrayéndolo a lo inconsciente y a la “noche primigenia, sagrada y tenebrosa”. No obstante lo cual, pese a aceptar dos de los pilares del freudismo (la existencia de los procesos inconscientes y el peso de la represión), Bloch se mostrará muy crítico con el psicoanálisis. Su crítica puede centrarse en tres aspectos.

2.1 “El estómago es la primera lamparilla a la que hay que echar aceite”

Freud ha hiperdimensionado el impulso sexual en detrimento de otros más importantes que él. Para Bloch, el impulso sexual no es tan incontestable como el hambre, un impulso que siempre olvida el psicoanálisis. Frente a la erótica freudiana, Bloch hace valer la economía de la alimentación y piensa que para el psicoanálisis el impulso de conservación no es referido al estómago, sino al grupo de los impulsos posteriores del yo (los de la censura moral); el impulso de conservación sería un añadido frente al resorte universal del eros. En la burguesía tardía del psicoanálisis de Freud se tacha el hambre y la propia conservación no aparece como un impulso originario.

Sin embargo, este presunto olvido del impulso de autoconservación resulta sorprendente dado el convencido dualismo que Freud siempre mantuvo, incluso en su etapa de magnificación de la libido (Introducción al narcisismo, distinción entre la libido objetal y la narcisista), tras de la cual volvió a un dualismo más acentuado (Eros y Tanatos). Para Freud, el dualismo permitía explicar la existencia de una vida psíquica básicamente conflictiva, y este dualismo aparecía en múltiples conceptualizaciones, además de en la teoría de las pulsiones. Sin embargo, él se interesó sobre todo por las pulsiones que se apuntalaban en las necesidades orgánicas y que se desviaban de ellas: el problema alimentario era considerado desde el punto de vista de la economía libidinal, aunque sin negar otros aspectos de la cuestión. Freud insistió una y otra vez en que el psicoanálisis no negaba otras perspectivas distintas de la sexualidad: la valoración de los instintos sexuales no negaba intereses distintos de los del sexo en el hombre (Una dificultad en psicoanálisis).

En todo caso, la defensa de Freud frente al pansexualismo fue difícil e indirecta: aunque toda su teoría se basaba en el conflicto, lo que implicaba la existencia de algo que se opusiera a la sexualidad, no acabó de responder a la objeción de que, según él -en la obra Tres ensayos para una teoría sexual- hay sexualidad en todo. Si bien la sexualidad no lo es “todo”, tal vez hay sexualidad en “todo”, y también en los impulsos de autoconservación. En la obra citada, Freud intentó conquistar el reconocimiento de que la sexualidad humana no es un instinto; el hambre no se reprime, pero la sexualidad sí y sólo a los impulsos sexuales cabe aplicar el término “pulsión” (frente al de “instinto”). En el primer capítulo del libro (“Las perversiones sexuales”), Freud afirma que si la sexualidad fuera un instinto, la perversión sería una excepción frente a lo considerado como sexualidad normal (relación genital heterosexual orientada a la reproducción). Sin embargo, lo que se descubre es la frecuencia y variación de las perversiones sexuales en el ser humano, entendiendo por tales, y sin connotaciones morales, las detenciones o unilateralizaciones en cualquiera de las fases preparatorias que conducen a la unión sexual. Sin embargo, sólo constituyen restos de un estadio anterior, el de la sexualidad infantil, que muestra que en el ser humano la sexualidad abandona los carriles preestablecidos, de forma que las perversiones (junto con su negativo, las neurosis) terminan apropiándose de la supuesta norma y relegando la presunta normalidad al estatus de excepción. Y Freud sostiene contra viento y marea esta concepción de la sexualidad. Laplanche propone leer el tercer capítulo de la obra –“La metamorfosis de la libertad”- como “El instinto reencontrado”, insistiendo en que el objeto a reencontrar no es el objeto perdido, sino su sustituto por desplazamiento: de ahí la imposibilidad de recuperar jamás el objeto. Este es el resorte de la “trampa” esencial situada en el punto de partida de la búsqueda sexual. La sexualidad humana se muestra así como una formación lábil fácilmente desplazable por el compromiso bastardo del síntoma neurótico.

2.2 Sueños y ensoñaciones

La cuestión en la que más énfasis puso Bloch fue en los sueños: su crítica es algo confusa, aunque apunta a un problema verdadero. Bloch contrapone al “más allá del principio de placer” (los sueños nocturnos en los que nos comunicamos con lo pasado, lo ya no-consciente) un “más allá del principio de la realidad” (los sueños diurnos, parte de la conciencia anticipadora en la que hambrea lo todavía no-consciente). Sin embargo, Freud supera esta dicotomía al constatar que las fantasías diurnas pueden ser reelaboraciones racionales de los deseos del inconsciente. En su obra El poeta y los sueños diurnos, Freud establece una analogía entre los sueños nocturnos y la fantasía, como testigos de la dificultad para renunciar a un placer experimentado alguna vez, si bien establece dos diferencias entre ambos. Primero, en la fantasía puede darse un cierto dominio de la ausencia; y segundo, a diferencia de la fantasía inconsciente –intemporal- los ensueños integran en el hilo del deseo el pretérito, el presente y el futuro. Esta posibilidad de una cierta apertura al futuro tiende a establecer más una analogía que una contraposición entre sueños y ensoñaciones. Frente a lo que Bloch piensa, no todas las fantasías caminan hacia delante, pues tal vez persigan una meta que se encuentra en el pasado.

Bloch se resiste a hacer del sueño diurno un precedente del nocturno, en el cual lo no concluso de la elaboración onírica es lo que lleva a la fantasía hacia el futuro; y así se invierte la relación de precedencia entre sueño diurno y nocturno. La noche “tiene algo que decir” como algo que no ha llegado a ser y en tanto que es iluminada por la fantasía diurna. Y siempre con el primado de la fantasía diurna: lo arcaico capitula, según Bloch, y en razón de sus elementos incompensados, frente a lo utópico. Tanto los sueños diurnos como los nocturnos avanzan, con diferente capacidad y cualidad, hacia el campo de la conciencia anticipadora.

Bloch parece desconocer el lastre de lo arcaico sobre las fantasías anticipadoras, pero Freud tiende a desprenderse de lo nuevo posible en éstas. Bloch acierta al señalar la conjunción entre arqueología y teleología, pero lo simplifica al hacerla girar en torno a la contraposición entre sueños y ensoñaciones (que según Freud, deben analizarse del mismo modo). ¿Puede encontrarse en las reelaboraciones fantasiosas del pasado algo que nos impulse hacia el novum?

2.3. La sublimación y la obra de arte: “Un recuerdo infantil de Leonardo de Vinci”

La tercera aproximación al freudismo conduce al gran tema de la sublimación, que Bloch cataloga como “concepto accesorio” del psicoanálisis (frente al concepto principal de represión). Para el pensador marxiano, el psicoanálisis es, por esta razón, retrospectivo. Bloch orienta esta crítica por el fácil camino de tachar al psicoanálisis de producto burgués. Para este pensador, la burguesía se muestra ciega y desinteresada hacia el mañana y no está motivada para separar lo todavía-no-consciente y lo ya-no-consciente. El psicoanálisis, al que Bloch le reconoce méritos, ha surgido en una clase decrépita, lo que explica la sobredimensión freudiana de la libido frente a otros estímulos o impulsos: el escepticismo freudiano es el producto de una clase amenazada. Ricoeur añade su propia interpretación: en Freud hay una doctrina de lo arcaico tematizada y una teleología implícita.

Habermas, por el contrario, ha hecho un balance mucho más positvo del freudismo al creer encontrar en él un modelo para el interés emancipatorio. El proyecto habermasiano de reconstrucción de Marx atiende especialmente a la insistencia de Freud en la interacción social. La discusión de Habermas sobre las dimensiones de la racionalidad lleva a este autor a reconocer la existencia y legitimidad de un interés técnico (la racionalidad instrumental orientada al control del mundo objetivado), de un interés práctico (la dimensión comunicativa de la razón, que se orienta a la comprensión intersubjetiva y se expresa en las tradiciones y ciencias culturales), y de un interés emancipatorio (director de los anteriores y atendido por la reflexión que trata de de fomentar la crítica y de liberar al individuo de una comunicación distorsionada). Habermas reprocha a Marx el haber privilegiado la categoría “trabajo” frente a la de “interacción” de la práctica humana. En este sentido, antepone a Freud sobre Marx: a éste le interesaba como base natural de la historia la organización corporal específica del hombre bajo la categoría de trabajo posible (el animal que fabrica instrumentos), en tanto que aquél acentuó, como base natural de la historia, la organización corporal específicamente humana bajo la categoría de excedente pulsional y su canalización (el animal que inhibe sus impulsos y que a la vez fantasea). Para Freud, piensa Habermas, el problema antropológico fundamental no es la organización del trabajo, sino el desarrollo de las instituciones que solucionen el conflicto entre exceso de pulsión y coacción de la realidad.

En cualquier caso, parece que desde una u otra perspectiva el gran problema no resuelto por Freud es el de la progresión, pese a que la práctica analítica la supone continuamente (pues tiende al desbloqueo de la comunicación distorsionada y de ahí a posibilitar la emancipación). Freud elabora al respecto distintas formulaciones, con distinto grado de esperanza (la cura psicoanalítica como liberación del amor reprimido o tan sólo como cambio de la miseria histérica por las adversidades corrientes). No obstante lo cual, la teorización metapsicológica del freudismo sólo recoge las recaídas de las relaciones de deseo a deseo en el plano pulsional, básicamente solipsista.

La cuestión de la apertura al futuro se plantea de modo ineludible en el problema ya mencionado de la sublimación. Freud sugiere, sin tematizarlo, un concepto progresivo de la sublimación en el contexto estético (Un recuerdo infantil de Leonardo de Vinci): la explicación psicoanalítica que refiere la obra de arte en una económica de las pulsiones no es más que un índice que apunta a una ausencia. De ahí que la obra estética, reelaborando fantasías arcaicas, no sea sólo un vestigio, sino que pueda ofrecer un nuevo sentido capaz de alumbrar al resto de los hombres: entre la fantasía privada nocturna y la lucidez pública del símbolo estético media el trabajo de la cultura.

Ahora bien, el peligro de tal marcha hacia delante, que Freud trata de prevenir, es el de que esa marcha fuese en realidad una huida. Aunque la apertura al futuro está condicionada por la que se tenga hacia el pasado (Schiller aconsejaba no despreciar los sueños de nuestra juventud, algo de lo que Freud toma nota en su estudio sobre Leonardo). Pero Freud mantiene, frente al universo de sentido -inaccesible para él- referido por las religiones, que el hombre está llamado a vivir sin consuelo ante las contingencias y el mal irremediable de la vida; no pretende, pese a todo, hacer apología de la impotencia, sino conducirnos hacia la sabiduría propia de una visión trágica que invita a agotar el campo de lo posible. Esto puede tal vez verse en sus reflexiones a propósito de la evolución cultural, en la que no están ausentes las posibilidades de apertura al futuro.

2.4. Culpa y progreso: la concepción freudiana de la historia

En la implícita concepción freudiana de la historia hay dos perspectivas no conciliadas. En El porvenir de una ilusión el proyecto de Freud se expresa en la sustitución de la legitimación religiosa de la moral por otra basada en su necesidad social, científicamente guiada (enlazando con lo expuesto antes en Tótem y tabú, obra en la que reconoce expresa, aunque cautelosamente, el progreso). Este tono de cauteloso optimismo cambiará en su libro El malestar en la cultura, donde la dificultad de regular las relaciones sociales hace quebrar la confianza depositada en la razón científico-técnica: en esta obra, Freud da cauce a la decepción que los progresos científicos por sí solos, suponen, pese al reconocimiento de su valor irrenunciable. El que hasta las creaciones sublimes de nuestra civilización se enraizen en tendencias perversas no resta sublimidad a tales creaciones. Freud no pretende sustituir las fantasías optimistas sobre la naturaleza humana por otras de signo contrario, actitud que le valió la defensa de Marcuse frente a las inexactas acusaciones de inmovilismo. Pero Freud, aún no descartando de antemano toda transformación, nos aconseja aceptar la existencia de dificultades inherentes a la cultura e inaccesibles a cualquier intento de reforma.

Algunos motivos del pesimismo freudiano se encuentran en las contrapartidas de la sexualidad infantil: la historia de cada uno está hecha de renuncias dolorosas, de modo que los conflictos no son contingentes, sino necesarios para acompañar el desarrollo del yo. Otros motivos pueden hallarse en el dualismo pulsional y la renuncia a los componentes agresivos, exigida por la propia civilización para que se refuercen los lazos libidinales que la sustentan: su corolario es la exaltación del sentimiento de culpabilidad. El carácter inevitable del desajuste entre las exigencias culturales y la perspectiva individual lleva a Freud a resaltar los componentes trágicos de la cultura. Al final de la obra, el médico vienés hace una declaración a modo de alegato frente a la Ilustración ingenua. El hijo positivista de la Ilustración se convierte, pese a él mismo, en uno de sus principales críticos: la lucha titánica entre Eros y Tánatos, que enmarca nuestro drama existencial, complementa a la positivista razón científica.

2.5. ¿Una utopía posfreudiana?

El que la Ilustración presente dos caras –romanticismo y positivismo- es algo que se ve con claridad en Kant, que cuestionó algunos de los más notables prejuicios ilustrados, como el del carácter inevitable del movimiento del progreso: Kant se sitúa entre sus creencias en la maldad de la naturaleza humana y en la progresión indefinida –sin un término alcanzable- de la racionalidad. En esta situación, y sin apelar a la Providencia, cabe preguntarse qué sentido puede dársele hoy al término “utopía”. En Freud quiebra no sólo la confianza en la llegada indefectible de algún final feliz, sino incluso la posibilidad de que algún final pudiera ser feliz.

En lo que respecta a la esperanza “objetual” de Bloch, resulta problemático que una utopía defendible hoy se equipare con la esperanza blochiana en la llegada a la “patria de la identidad”, aunque el propio Bloch reconozca que la sociedad comunista no comporta por sí misma la identidad soñada, sino que puede hacer aparecer en el centro los asuntos verdaderamente humanos (las preguntas finales del “hacia dónde” y del “para qué”). No obstante lo cual, el optimismo prima sobre la desesperación, pues el optimismo militante avanza, aún con crespones negros. En el final de El principio esperanza, Bloch recrea el sueño del comunismo como solución definitiva del litigio entre esencia y existencia, entre libertad y necesidad: la historia se clausura con el sueño de una patria de la identidad (“la verdadera génesis no se encuentra al principio, sino al final”).
Kolakowski arguye que el tipo de utopía blochiana depende del mito de la autoidentidad humana, y Muguerza responde con la distinción entre las utopías horizontales (que dependen de una filosofía escatológica de la historia con la culminación del desarrollo lineal de la historia) y las utopías verticales (que inciden en perpendicular sobre el proceso histórico reactualizando en cada instante el contraste entre realidad e ideal y fragmentando el cumplimiento de la intención utópica). Por su parte, Apel afirma que la recepción de la utopía en la ética comunicativa recoge ante todo la intención utópica, y no la utopía como cuadro acabado del universo. En linea con estas consideraciones, Wellmer sostiene que el final de la utopía (como cancelación de la idea de realización definitiva de un Estado ideal) no equivale al cese de los impulsos radicales de libertad y universalismo moral: la utopía como “terminación” no tiene sentido en la historia humana, y su final no bloquea las energías utópicas, sino que las redirecciona, transforma y pluraliza. Para Thiebaut, por último, el aliento emancipatorio, al perder el lenguaje de la emancipación sus bases teóricas, se trueca en ética de resistencia, aún con la posibilidad de que tal resistencia sea el trazo último de una idea de emancipación que se va desvaneciendo en la nada.

Este modelo de utopía, el único aparentemente posible en una inmanencia no escatológica plantea, de todos modos, algunos interrogantes. Uno de ellos es el del fundamento y los motivos para una tal acción emancipatoria con vistas a un futuro más o menos incierto. Otra cuestión problemática es la que atañe al peligro que corre la crítica antiutópica de convertirse en la utopía del statu quo y provocar el olvido de aspiraciones sin las cuales parece que la vida humana abdica de su dignidad; en este sentido, Kolakowski afirma que la idea de fraternidad humana es desastrosa como programa político, pero indispensable como señal orientadora. Es necesaria como idea más regulativa que constitutiva. No obstante lo cual, este autor cree que las ideas complementarias de movimiento perpetuo hacia una meta y de inaccesibilidad de ésta son ideas filosóficamente reconciliables more kantiano.

Y justamente, la grandeza de algunos de los mayores pensadores arraiga en su capacidad de hacer convivir en sí mismos tendencias espirituales tan necesarias como de casi imposible armonización: véase, si no, el caso de Freud, con un talante optimista fruto de su ilustrada confianza en las ciencias y, al mismo tiempo, con una dimensión personal más poética o romántica y más pronta a la decepción.
Compartir:

0 comments:

Publicar un comentario