Razón, Utopía y Disutopía

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La idea del no-lugar de la utopía no es contradictoria y hasta da la sensación de expresar una tautología. Etimológicamente, lo que caracteriza a la “utopía” es su “falta de lugar”. Tomás Moro (Utopía, 1516) compuso dicho término desde los vocablos griegos ou y tópos (“en ningún sitio”). La desconfianza hacia lo que es dudoso que pueda realizarse en parte alguna impulsó a Engels a superar el utopismo (Del socialismo utópico al socialismo científico, 1882). Sin embargo, Moro y Engels no son las únicas fuentes del concepto “utopía”, que también designa ciertas intenciones relacionadas con la realización de la convivencia social: en el concepto intencional de la utopía parece inexcusable la referencia a un tópos que además de deseable puede resultar accesible. La alusión a la intención conlleva, también, la efectiva voluntad de recorrer la ruta hacia la utopía. Ernst Bloch, máximo exponente del pensamiento utópico, rechazó la relación entre la utopía y las fantasías irrealizables: nada hay que presuponga en la utopía que nunca haya habido tal lugar o que no lo haya de haber nunca.

En su único sentido literal, utopía y ucronía tienden a confundirse entre sí y a conceptuarse como igualmente ajenas a los “hechos”, que se suponen todos temporales. El término “ucronía” ha dado lugar a los llamados “condicionales contrafácticos” y en este sentido cabe distinguir la contrafacticidad ucrónica (reflexión sobre “lo que hubiera pasado si…”) de la contrafacticidad utópica (reflexión sobre “lo que pasaría si…”); esta última, además, guarda más relación con consideraciones éticas que con consideraciones científicas (de los condicionales contrafácticos propios de las ciencias naturales). Desde el punto de vista de la intención, la utopía es contraria a los hechos sólo en la medida en que ello entrañe una preferencia moral por otros hechos, de modo que cabe conciliar, en la utopía, la contrafacticidad con la “sed de otra facticidad”.

Cabe preguntarse qué tendría que decir la ética ante la eventualidad de que no hubiera ya lugar para la utopía, aunque la respuesta dependerá del sentido ético que se quiera dar a la “intención utópica”. En todo caso, esta cuestión remite al horizonte actual de la razón práctica. K. O. Apel ha planteado la existencia de una situación paradójica: nunca como actualmente ha sido tan acuciante la necesidad de una ética universal en nuestra sociedad planetariamente uniforme, y sin embargo la tarea de fundamentación de tal ética nunca ha tropezado con tantas dificultades como en esta era en la que predomina una noción cientista de objetividad normativamente neutral. El problema, analizando los dos términos de esta paradoja, parece estribar no tanto en que la noción de validez intersubjetiva (objetiva, a fin de cuentas) se halle o no expurgada de elementos valorativos (siempre presentes en el ámbito de las ciencias humanas y sociales), sino en que las posibilidades de la razón para justificar las acciones humanas no podrían rebasar los límites del uso científico de la razón (la racionalidad se constreñiría al uso deductivo o inductivo de nuestras capacidades racionales). Así, no habría nada que decir de la racionalidad de los fines de nuestros actos, salvo negar que esta racionalidad exista (frente a la objetividad de los juicios científicos, los juicios morales serían no sólo subjetivos, sino irracionales en su fundamentación última). En definitiva, una ética universal –intersubjetivamente válida- es hoy tan necesaria como imposible.

Según Apel, la persistencia de actitudes neopositivistas en filosofía de la ciencia y la presumible resurrección de actitudes existencialistas en la más reciente filosofía moral parecen confirmar una situación de complementariedad entre objetivismo cientista y subjetivismo ético. Sin embargo, la constatación de esta complementariedad debe conducir a la pregunta por un posible origen común, lo que nos remonta al originario continente de la Ilustración. La Ilustración continúa suministrando el sustrato ideológico de las sociedades industriales avanzadas y su herencia presenta una cara romántica (que exalta la capacidad moral de decisión) y una cruz positivista (que reduce la racionalidad a su dimensión científica). Sin embargo, en sus orígenes esta dualidad se vivió como una tensión fecunda en la que la fe en la razón llevaba tanto a la posibilidad de un conocimiento científico de la sociedad como a la de su reforma de acuerdo con ese conocimiento. Esta tensión es la misma que movió a Kant –que nunca creyó que la ciencia pudiera ahorrar la ética- a distinguir entre razón teórica y razón práctica. Para Kant, esta distinción hunde sus raíces en una distinción más básica: la tensión entre el ser y el deber ser, que el filósofo de Königsberg nunca minimizó. La pertinaz resistencia de este dilema frente a los intentos de reducirlo permite que cobre sentido la pregunta por el tránsito inverso, del deber ser al ser (la realización de nuestros ideales morales): la preservación de la bipolaridad del ser y el deber ser es condición indispensable para hacernos cargo de la intención utópica. Para Bloch, Hegel es el ejemplo por excelencia del intento de aniquilación de esta bipolaridad (“lo que es real es racional”), lo que deja al hombre éticamente inerme ante la supremacía del acontecer histórico, aunque su contraaserto (“lo que es racional es real”) entreabre una puerta a la posibilidad de una futura identidad entre mundo y razón no tan atroz como la actual, apertura por la que va a asomar el marxismo.

No obstante lo cual, el propio marxismo reproduce en su interior la misma ambigüedad de la herencia ilustrada, y esto permite distinguir, de acuerdo con Bloch, entre “marxismo frío” y “marxismo cálido”, en conexión con la forma de tratar la “posibilidad objetivamente real”. El marxismo “frío” entendería de lo posible “en el momento”, de ahí su carácter de ciencia de las condiciones determinantes de la marcha histórica hacia la utopía. Asunto del marxismo “cálido” sería el de la posibilidad de superar toda objetivación inadecuada de la subjetividad humana en la historia, historia que hay que hacer evolucionar hacia la superación de toda alienación de sus sujetos-objetos. Aunque Bloch subsume ambos marxismos en uno y el mismo, podrían considerarse ambos como distintos y representativos de los socialismos científico (marxismo frío) y utópico (marxismo cálido).

La distinción entre ambos marxismos tiene un carácter ético. Bloch no tematizó su pensamiento ético, pero lo vinculó con el rescate de la reflexión utópica. El socialismo científico ha tendido a difuminar las fronteras entre lo real y lo racional, entre el ser y el deber ser. En tanto que socialismo científico, ha de conocer lo que la historia es, y en tanto que socialismo científico, ha de tratar de conciliar el desarrollo de la historia con lo que ésta debe ser. Sin embargo, “socialismo científico” parece una contradicción en los términos, pues “socialismo” y “científico” propician una confusión entre pronósticos sobre la marcha de la historia y programas de acción tendentes a influir en esta última. Esta confusión obstaculizaría la elaboración de una filosofía moral desde el marxismo, pues la determinación de los medios más adecuados para el logro de fines predeterminados por las tendencias históricas es labor de la “razón instrumental” (la práctica de la razón teórica a partir de programas estratégico-tácticos), que ha de distinguir de la “racionalidad de los fines” (la teoría de la razón práctica, vonculada a los programas éticos que dan prioridad a la elección racional de los fines). Para Bloch, la confusión entre ética y estrategia-táctica ha acechado siempre al marxismo frío.

Bloch no minimiza la dualidad de ser y deber ser, sino que más bien sugiere cómo el ser podría extraerse a partir del deber ser, tensión decisiva para su ontología del “no ser todavía” (ontología del ser in fieri) y para su teoría del conocimiento anticipatorio (“aún no consciente”): el mundo que anticipamos es el mundo tal y como pensamos que debe ser. La “función utópica” de la esperanza es, en Bloch, la anticipación de dicho mundo, función utópica presente en los “afectos de espera” y en productos culturales como los “ideales”. La esperanza como principio sólo actualiza totalmente sus virtualidades cuando cobra conciencia de sí misma y de la realizabilidad de lo todavía-no-sido. Lo todavía-no-sido no es sólo ni potencialidad objetiva ni potencialidad subjetiva, sino la conjunción de ambas en la blochiana utopía concreta, en la que la esperanza consciente (docta spes) encara el mundo como un laboratorio de experimentación soteriológica. Bloch piensa que la filosofía clásica pre-marxista careció de ese sentido esperanzado de la anticipación, al igual que las filosofías de raíz judeocristiana para las que la perfección es un estado final más que antecedente, y para las que lo ultimum se halla relacionado con un primum más que con un novum, careciendo así de una perspectiva de futurición. Para Bloch, la ética (ejemplificada en la ética kantiana) está siempre transida de “esperanza de futuro”; sin embargo, esta esperanza se relega en Kant a la abstracta realización de un reino moral de Dios sobre la Tierra inscrita en la intimidad del sujeto de la moralidad. Bloch valora el imperativo categórico kantiano (“el hombre no debe nunca ser un mero medio, sino siempre un fin”) como una exigencia en extremo formal (la actitud moral se debe mostrar en la forma, no en el contenido del querer). El imperativo categórico es, para Bloch, en gran medida ideológico, el bordón prusiano más el reino idealizado de la burguesía, aunque más que este bordón, lo que se encuentra en la ética kantiana es el reino idealizado de la burguesía surgida del ciudadano medio (citoyen). No obstante lo cual, la proposición kantiana podría contener un elemento de anticipación, ya que la exigencia, fundante de las otras, de que el hombre se tenga siempre como un fin y no como un medio, no puede nunca cumplirse en una sociedad clasista; aquí se entra en contacto con el páthos utópico kantiano, pues se trata de un “deber ser” que no capitula frente a lo dado, y que para Bloch representa deseos y tendencias de una clase en ascenso, aún no llegada a pleno poder, un imperativo categórico cuya efectividad moral presupone justamente una sociedad no clasista.

Bloch critica no tanto la ética de Kant cuanto su filosofía de la historia, pues el de Königsberg entendía la historia como realización “moral” o de la razón “práctica”. Bloch se aproxima éticamente a Kant, sobre todo en su convicción del carácter moral de la lucha por la realización de aquello que todavía no ha lleghado a ser (lo que debiera) y en su valoración del imperativo categórico como expresión de un deber que constituye una “anticipación utópica” de una sociedad no antagónica; sin embargo, la filosofía de la historia blochiana bascula más hacia Hegel, al que añade la dimensión de futuro y con el que comparte la tentación escatológica de asignar a la historia un fin, con el riesgo concomitante de transformar el summum bonum en categoría histórica, más que ética. Bloch concibe la historia como un proceso tendente a la consecución de la identidad entre el sujeto y el objeto de la misma (vía media entre el voluntarismo revolucionario y el determinismo socioeconómico marxista). Esta puede ser la mayor debilidad de la filosofía blochiana de la utopía, aunque sus críticos no siempre han sabido discernir sus registros hegelianos de los kantianos. Un buen ejemplo es el de las críticas de Kolakowski, entre las que cabe distinguir las mal fundadas y las acertadas. Respecto de las críticas no acertadas de Kolakowski, hay sobre todo tres.
  • En primer lugar, Kolakowski acusa a Bloch, en la línea de un cierto marxismo, de confundir la “predicción” del futuro (la prognosis científica) con la “creación” (programática) de dicho futuro.
  • En segundo lugar, cuando el resultado de las predicciones no coincide con los hechos, “pero para los hechos”.
  • Por último, si la exactitud de las predicciones no importa demasiado, la utopía concreta de Bloch se resiste a explicitar su contenido.
Ante estas críticas, cabe decir que la dicotomía pronóstico-programa no resulta apropiada en la distinción blochiana entre programas estratégicos o tácticos y programas éticos; cabe hacer una clasificación más bien tricotómica del pensamiento racional acerca del futuro (la prognosis –que incumbe a la razón teórica-, la planificación –que atañe a la razón instrumental en tanto aplicación de la teórica- y la utopía –de la que se encarga el pensamiento utópico como razón práctica, en cuanto examina la adecuación de los fines en sí mismos). A la luz de la anterior tricotomía, y de la distinción entre razón instrumental y razón práctica, elaborada por la Escuela de Francfort, resulta inadecuada la contraposición kolakowskiana entre prognosis científica y programación política. Una vez desarticulada la primera objeción de Kolakowski, las otras dos se desvanecen también: la invocación “peor para los hechos” cobra sentido si se entiende que el uso práctico de la razón consiste en transformar la realidad cuando ésta no nos satisface. Además, la razón práctica no está obligada a precisar el contenido positivo de la utopía, pues la misión de la ética no es hacer futurología.

No obstante, y pese a compartir con la Escuela de Francfort este “pensamiento negativo” de la utopía, prima en Bloch el énfasis en la dimensión afirmativa de la utopía. Bloch considera indisociables las cuestiones kantianas “¿Qué debo hacer?” y “¿Qué me es dado esperar?”, indisociabilidad que Kolakowski considera discutible. Para este autor, el pensamiento blochiano es una muestra arquetípica del mito de la identidad, en el que la esperanza es la presunción de la final identidad entre la subjetividad humana y sus objetivaciones históricas dentro de una sociedad sin clases. Kolakowski critica este punto de inflexión escatológico como un punto final de reposo al que tiende el movimiento natural, situación definitivamente estable que eliminaría la dimensión ideológico-apologética del marxismo y convertiría a éste en un residuo apologético. Para Kolakowski, evitar que el marxismo se rebaje a pura apología sólo se lograría adoptando un punto de vista radicalmente antiescatológico (la historia concebida como un proceso inconcluso e inconcluible); Bloch, sin embargo, se resistió a admitir un movimiento perpetuo de aproximación incesante y sostuvo la necesidad de una tercera vía –que no explicitó- entre el movimiento continuo y la parálisis del devenir, no obstante lo cual él fue consciente de la esencial frustrabilidad de la esperanza y sostuvo la falta de sentido de la pregunta “¿Qué debemos hacer?” si la respuesta a la pregunta “¿Qué nos es dado esperar?” fuese “Nada” (Bloch no previó la posibilidad de la ética allí donde no quedara rastro de esperanza).

El temor, opuesto a la esperanza, se da porque la totalidad irreversible sólo se da en el final y su ausencia no garantiza el porvenir, que sólo se tiene en la esperanza: el futuro de la identidad no ha sido alcanzado, por eso es frustable. El efecto aniquilador de la nada es una posibilidad parcial y su persistencia puede totalizar la nada en la secuencia final. El vislumbre del éxito final sería, para Bloch, el aval de su ética. Ahora bien, ¿hasta qué punto necesita la ética apoyarse en una filosofía escatológica de la historia (una “ética del éxito”)? Se ha acusado a cierto pensamiento marxista de rendir un culto inmoderado al éxito: el culto marxista al éxito ha estado teñido de un historicismo que ha convertido a la historia en piedra objetiva de contraste de la práctica subjetiva. Sin embargo, no cabe vanagloriarse del éxito histórico (la historia siempre condena a los vencidos), y una filosofía de la historia que no dé la espalda a la ética ha de prestar su voz a las víctimas sepultadas en el silencio. Y el marxismo blochiano está más interesado en la filosofía prospectiva de la historia que en la retrospectiva: en ésta, el ser triunfante se resiste a ser medido por ningún deber ser, mientras que en aquélla se corre el peligro de que todo deber ser se mida por el triunfo de un ser que en el futuro transforme en realidad nuestras expectativas.

Una ética de la intención utópica, aunque interesada en la realización del deber ser, es una “ética de la intención”, diferente de una “ética de los resultados” o “ética del éxito”. Algunos filósofos, como Apel, han tratado de forma equívoca la ética de la intención. Este autor, en efecto, contrapone a la ética de la intención (en la que supone que lo único que cuenta es la buena voluntad) una “ética de la responsabilidad” (en la que lo importante es tanto la buena voluntad cuanto la realización responsable de lo que es bueno); sin embargo, la realización de lo que es bueno no resulta ajena a una ética de la intención utópica. Apel hace un llamamiento a la weberiana ética de la “responsabilidad política”, supuestamente equidistante de la ética de la pura intención y de la de los puros resultados (aunque mucho más cercana, en realidad, a esta última). Weber obra, en las circunstancias históricas de su tiempo, como heraldo de la aparentemente irreversible decadencia del pensamiento utópico, y en este contexto contrapone las éticas de la responsabilidad y de la intención. Ambas éticas son, para Weber, “tipos ideales”, y en su contraposición hay que distinguir tres niveles, correspondientes a los tres sentidos de la palabra Gesinnung (Gesinnungsethik): “intención”, “finalidad” y “convicción”, de donde ética de “buenas intenciones”, de “fines absolutos” o de “principios incondicionados”. Weber polemiza con Kant:
  • En el primer nivel, a la ética de la intención se contrapone una ética de la responsabilidad (política) en tanto que “ética de las consecuencias” (los efectos de las decisiones tomadas y las acciones emprendidas cuentan tanto o más que las intenciones originales).
  • En el segundo nivel, la ética de la responsabilidad sería una “ética de la racionalidad teleológica” (entendida como razón instrumental que determina los fines que a su vez obran como medios para la consecución de otros fines). Weber no creía en la posibilidad de determinar los fines últimos con ayuda de una racionalidad valorativa (deontológica, coincidente con nuestra “razón práctica”). Tras la muerte del monoteísmo, se instauró un pluralismo valorativo o politeísmo, que planteaba el problema de conciliar éticamente una legislación que fuese a un tiempo autónoma (individual) y con pretensión universal. Weber no abordó este problema y Kant lo trató –defectuosamente- de resolver mediante la formulación de su imperativo categórico.
  • En el tercer nivel, la ética (kantiana) de convicciones se presenta como ética de “imperativos categóricos” (en la que el fin no justifica los medios), mientras que la ética (weberiana) de la responsabilidad sólo admite imperativos hipotéticos (en los que, en ocasiones, los medios están justificados por el fin, lo que convierte a esta ética en una ética del éxito).
Sin embargo, cabe considerar la posibilidad de cierta claudicación parcial de los principios éticos en las situaciones reales, pero la cuestión radica en hasta qué punto sería posible tal claudicación. Ha de tenerse en cuenta, a este respecto, que la regla maquiavélica implica una perogrullada, más que una inmoralidad, pues el fin y los medios se condicionan recíprocamente, aunque condicionar no signifique lo mismo que justificar: este recíproco condicionamiento entre medios y fines no quiere decir que los fines sean indiferentes cuando se da una coincidencia de medios, sino que los medios no son indiferentes en la persecución de ningún fin, y que sobre ambos recae el juicio moral. Por otro lado, la acción política no presenta ninguna excepcionalidad ética y, contra Weber, no hay dos éticas, una “de los políticos” y otra del resto de los mortales. En definitiva, Weber planteó un falso problema al distinguir entre las éticas de la responsabilidad y la intención, y este problema se acompañó de –y confundió con- la relación entre ética y política. Esta confusión ha ocasionado la distinción maniquea entre una conducta racional y responsable (la que practica una política de moderación y compromiso) y una conducta violenta y extremista (adjudicada al creyente en una ética de los fines absolutos). En cuanto al término “responsabilidad”, no se trata de una palabra aureolada, sino un término descriptivo que connota la predisposición a tomar en cuenta los resultados y consecuencias de nuestras acciones más que las intenciones o convicciones que las respaldan. La política se halla solicitada tanto por la razón instrumental como por la razón práctica (con la que tiene que ver la ética).

La opción por la razón instrumental o racionalidad de los medios frente a la razón práctica o racionalidad de los fines no comparte forzosamente la renuncia a fines absolutos y la preterición de la ética, pues el propio ejercicio de la razón instrumental puede convertirse en un fin en sí mismo, susceptible de absolutización: un buen ejemplo de ella aparece en la novela 1984, de Orwell, en la que el poder no aparece como un medio –por brutal que sea- en la consecución de un fin más o menos noble, sino que se transforma en su propio fin. Las concreciones políticas de las ideologías del poder por el poder podrían llamarse “maquinarias ideológicas desideologizadas”, carentes de principios y plasmadas en la sociedad totalmente administrada de Horkheimer, hacia la que parecemos tender en una situación calificable como de “final de la utopía”. Ahora bien, la supervivencia del pensamiento utópico parece transitar en la actualidad mediante su transformación teorético-comunicativa: Habermas y Apel renuncian a la propuesta de ideales utópicos positivos por un diseño del marco formal al que por fuerza remitiría la formulación de esos ideales, diseño que, a su vez, posee un contenido utópico (la utopía de una racionalidad fundamentada). Veamos la aproximación apeliana al problema utópico. Para ello, cabe presentar la reformulación de Habermas a la proposición kantiana del imperativo categórico (entendido éste como posible conciliación entre la pretensión de universalidad de la moral y el requisito de autonomía del sujeto): “en lugar de considerar como válida para todos los demás aquella máxima de conducta que convertirías en ley universal, sométela a la consideración de todos los demás a fin de hacer valer discursivamente su pretensión de universalidad”. Habermas plantea aquí la formación de una comunidad constituible a través de una racionalidad dialógica que concilia la moral personal y la pública. Sin embargo, ese diálogo racional es condición necesaria –pero no suficiente- para lograr tal conciliación.

Apel caracteriza la mentada comunidad como una comunidad de comunicación o diálogo, y distingue entre comunidad ideal y comunidades reales de comunicación. Estas últimas estarían constituidas por determinados “juegos de lenguaje”, consistentes en “formas de vida” que impondrían restricciones a una comunicación no coactiva. Pese a lo cual, Apel puede concebir un juego de lenguaje o forma de vida en que, en ausencia de dominación, la comunicación fuese irrestricta y el consenso comunitario sólo se lograra por argumentación. Para el logro de esta comunidad sería necesaria que la mutua interacción se rigiera por una racionalidad “dialógica” (o racionalidad argumentativo-consensual, en términos apelianos) con el objeto de lograr un consenso racionalmente fundado entre las partes dialogantes. El deber moral entrañado por la demanda de aproximación a esa comunidad ideal daría cuerpo a la “ética comunicativa”. Entonces, ¿es la ética comunicativa una utopía? “No” –según Apel- si la ética comunicativa fuera a ser nada más que una utopía; “sí” si esta ética se entiende como una justificación de la intención utópica. Apel reflexiona sobre esta cuestión planteando tres consideraciones. Primero, trata de deslindar la ética comunicativa de la utopía “escatológica” conceptuada por una filosofía especulativa de la historia; segundo, intenta establecer qué relación hay entre ética y utopía; y por último, estudia la posibilidad de realización de las condiciones formales de la comunidad ideal de comunicación a una política ajustada a las exigencias de una “ética” de la responsabilidad. Vamos a centrarnos sólo en la segunda de las cuestiones: ¿cómo se relaciona la ética comunicativa con la intención utópica del hombre?
Apel asigna a la ética comunicativa la misión de justificar parcialmente la intención utópica. Para él, el discurso argumentativo descansa sobre una idealización entendida como cesura entre la racionalidad argumentativo-consensual y la racionalidad estratégica; ahora bien, la ética presupuesta en el discurso argumentativo no carece de capacidad de obligar en la resolución de los conflictos prácticos de la vida. Sostener que hay una relación entre ética y utopía implica sostener que ambas pueden distinguirse. Para Apel, el criterio de tal distinción es la naturaleza de la anticipación: la anticipación utópica lo es de una representación empírica del ideal bajo la forma de un posible mundo alternativo, en tanto la anticipación ética enfoca el ideal más como una idea regulativa, nunca completamente realizable en la práctica. Si bien Apel insiste en que la anticipación ética lo es también de una situación ideal que se invita a traer a existencia en el futuro. Sin embargo, este pensador bordea los enfangados límites de la filosofía especulativa de la historia (“la realización en el tiempo del ideal confome a la ley dialéctica de una teleología del decurso histórico”). Apel trata de salir del atolladero distinguiendo entre la dimensión ética de futuro del deber ser incondicionado y la dimensión filosófico-histórica de futuro de la predecibilidad, dando prioridad a la primera dimensión, a la que correspondería una teleología de signo deóntico.
Esta reivindicación de la ética frente a la filosofía de la historia podría expresarse mejor echando mano de la distinción, recogida por Neusüss, entre un modelo “horizontal” y uno “vertical” de la utopía: el primero recoge la utopía como coronación del desarrollo lineal de la historia, y el segundo concibe la utopía como la reactualización, en cada instante del proceso histórico, del contraste entre la realidad y el ideal. Ambos modelos de utopía conllevan distintas concepciones de la ética: una teleológica (modelo horizontal) y otra deontológica (modelo vertical), que en Bloch coexisten hasta la imposición final del modelo horizontal-teleológico. El descrédito actual de este último modelo parece evidente, tanto en el (extinto) mundo socialista como en el mundo capitalista. Sin embargo, la lucha por una democracia radical puede seguir valiendo éticamente el esfuerzo aún no siendo avalada por ninguna filosofía de la historia ni respondiendo a intenciones utópicas que precisen de horizontes, bien que lejanos.
La contraposición entre opacidad y transparencia comunicativa da pie a Apel a distinguir entre el simple “acuerdo fáctico” de una comunidad real y el “consenso argumentativo” de la comunidad ideal de comunicación en cuanto un a priori y condición trascendental de posibilidad de la propia ética comunicativa. La frecuencia de incidencia de los acuerdos fácticos como productos del argumento de la fuerza nos urge, tal vez, a combatir la opacidad antes que a precisar en qué consista la transparencia comunicativa. En la comunicación humana real, ambiguamente translúcida, la utopía de la comunicación plena, como aspiración perpetuamente insatisfecha, entrañaría más bien (frente a Apel) un incierto a posteriori. La utopía de la comunicación plena, por tanto, guarda más relación con la verticalidad que con la horizontalidad utópica. Este concepto vertical de utopía viene a coincidir con el “concepto conservador” de utopía caracterizado por Neusüss (“la utopía como una instancia ética, perpendicularmente levantada sobre el plano histórico en el que se debate nuestra vida política”). No es, sin embargo, un concepto conservador en tanto que ahistórico o ucrónico, pues en él la utopía se encuentra incardinada en el momento histórico. La utopía vertical no propicia la inacción; ahora bien, cabe preguntarse si la acción revolucionaria no requiere de un horizonte de futuro. Pues bien, téngase en cuenta que la misma utopía horizontal sólo cobra sentido si ese horizonte se aleja de nosotros en la medida en que nos vamos acercando a él: tal conclusión es la conclusión más lógica de la fundamental inconclusión de la vida humana. Y entonces, la ética como utopía (la utopía ética) no sólo no induce al quietismo, sino que nos da razones para no estarnos quietos.
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Psicoanálisis, Ética, Utopía

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1. PLURALIDAD SEMÁNTICA DE “UTOPÍA”

Puede ser útil considerar, en los tiempos actuales de denostación de las utopías y del psicoanálisis, la relación que cabe establecer entre la utopía, tal y como la ha entendido Ernst Bloch, y el psicoanálisis en su versión freudiana. A las circunstancias ya mencionadas puede añadirse la condición que tiene el psicoanálisis como crítico de la utopía y reductor de la ilusión que todo propósito utópico comporta. Sin embargo, el injerto puede dar sus frutos, pues el psicoanálisis acentúa la fragilidad y las angosturas de nuestro mundo y nuestro deseo y la intención esperanzada y utópica, por su parte, no siendo sólo una huida frente al presente, recoge de alguna forma esa misma fragilidad: tal vez el paso por el iconoclasmo extremo pertenezca a la marcha misma de la esperanza y de un pensar desmitificador, pero no acomodaticio, para con lo dado.

Psicoanálisis y utopía han formado parte central del desarrollo de nuestra modernidad: Horkheimer habla del primero como de una “piedra angular” de nuestra filosofía, en tanto que Sotelo ha trazado las líneas básicas del encuentro y desencuentro entre la razón de Estado (que surge con El príncipe de Maquiavelo, 1513) y la razón utópica (cuya partida de nacimiento se encontraría en la Utopía de Moro, 1516). El género utópico, expresión de una posible estructura constante en el ser humano (Bloch) ha alcanzado su apogeo en la literatura, el pensamiento y la política a partir del Renacimiento y sobre todo en los dos últimos siglos: si en Kant ambas razones andan más bien disociadas, en Hegel se funden (el Estado es la utopía), y en Marx se invierte la relación (la desaparición del Estado es la condición de surgimiento de la utopía).

Los diversos estudiosos de la utopía han reparado en la ambivalencia semántica y la pluralidad de campos de este concepto. En este sentido, Kolakowski ha propuesto una doble delimitación: en primer lugar, “utopía” se referiría a las creencias de que es alcanzable una condición definitiva e inmejorable, aún en zonas concretas de la actividad humana. En segundo lugar, la palabra se aplicaría a proyecciones implementadas por el esfuerzo humano, lo que excluye las imágenes de un paraíso ultramundano o las esperanzas en un paraíso terreno por mandato divino. Así, la utopía no se ligaría tanto a la idea de “falta de lugar” (u-topía) cuanto a los anhelos de “buen lugar” (eu-topía).

Por su parte, Bloch fue uno de los primeros marxistas que prestó atención a Freud, aunque su apreciación no fue tan positiva como la de la Escuela de Frankfurt. Esta confrontación entre Bloch y Freud no deja de tener interés para nosotros, aún si la defensa de la utopía pueda o deba realizarse siempre à la Bloch o quepan otras maneras de concebirla.

2. E. BLOCH: LA OBJETUALIDAD DE LA ESPERANZA Y LA CONFRONTACIÓN CON FREUD

La obra de Bloch se orienta a la posibilidad de compatibilizar la esperanza y la voluntad de utopía con las tendencias objetuales del mundo. El principio esperanza, su gran obra, además de un sistema teórico, despliega una gran enciclopedia de las más diversas esperanzas y de los géneros de utopía a que dan lugar, desde las ensoñaciones más triviales, pasando por las utopías “temáticas”, hasta llegar a las grandes esperanzas de redención formuladas en las utopías sociales, en las artes y en la religión. Frente al predominio de la anamnesis en el pensamiento occidental (el privilegio platónico del pasado como modelo), Bloch pretende un pensamiento orientado al futuro, no como mera prolongación del presente, sino como salto sobre los órdenes de la realidad establecida y como frente del proceso abierto a lo nuevo. Y es que “nada es más humano que traspasar lo que es”. La esperanza se produce cuando el deseo de superar un presente no cumplido accede a la razón; la utopía florece cuando la esperanza se conjuga con las posibilidades reales objetivas que atraviesan la realidad. La utopía, que no es mera ilusión ilusa e impotente, es perfectamente compatible con las tendencias objetuales de la realidad, por cuanto en ésta no hay hechos fijos y consumados, sino más bien procesos. Ahora bien –sigue Bloch- esta objetualidad de la esperanza no implica seguridad. La esperanza puede resultar fallida porque nada está aún decidido, aunque por eso mismo nada está aún definitivamente fallido; en tanto lo necesario del mundo sea lo posible pero no lo invariable, es el realismo positivista el ilusorio al no contemplar lo nuevo posible ni la historicidad de la realidad. El verdadero realismo es el que atraviesa el mar de posibilidades que atraviesa lo real; el mundo permanece como un laboratorium possibilis salutis, de ahí la frase de Heráclito: “quien no espera lo inesperado jamás lo encontrará”.

Bloch se sitúa, al acentuar la labor subjetual del hombre, en la “corriente cálida” del marxismo frente al marxismo “frío” que confía en las leyes inexorables de la historia: esto proporciona a su pensamiento un fuerte sesgo ético. Sin embargo, frente a su concepción marxiana de la historia, Bloch se confronta, en el ámbito antropológico, con Freud. La preocupación teleológica de Bloch contrasta con la indagación arqueológica de Freud: aquél se preocupa por el despuntar de lo nuevo, mientras que éste procura descubrir los ardides del deseo regresivo y arcaico. Ahora bien, Bloch ha sabido reconocer el esfuerzo clarificador racional del liberal Freud, que quiere hacer consciente lo reprimido, frente a las oscuridades del fascista Jung, que pretende conectar lo consciente con lo reprimido, retrotrayéndolo a lo inconsciente y a la “noche primigenia, sagrada y tenebrosa”. No obstante lo cual, pese a aceptar dos de los pilares del freudismo (la existencia de los procesos inconscientes y el peso de la represión), Bloch se mostrará muy crítico con el psicoanálisis. Su crítica puede centrarse en tres aspectos.

2.1 “El estómago es la primera lamparilla a la que hay que echar aceite”

Freud ha hiperdimensionado el impulso sexual en detrimento de otros más importantes que él. Para Bloch, el impulso sexual no es tan incontestable como el hambre, un impulso que siempre olvida el psicoanálisis. Frente a la erótica freudiana, Bloch hace valer la economía de la alimentación y piensa que para el psicoanálisis el impulso de conservación no es referido al estómago, sino al grupo de los impulsos posteriores del yo (los de la censura moral); el impulso de conservación sería un añadido frente al resorte universal del eros. En la burguesía tardía del psicoanálisis de Freud se tacha el hambre y la propia conservación no aparece como un impulso originario.

Sin embargo, este presunto olvido del impulso de autoconservación resulta sorprendente dado el convencido dualismo que Freud siempre mantuvo, incluso en su etapa de magnificación de la libido (Introducción al narcisismo, distinción entre la libido objetal y la narcisista), tras de la cual volvió a un dualismo más acentuado (Eros y Tanatos). Para Freud, el dualismo permitía explicar la existencia de una vida psíquica básicamente conflictiva, y este dualismo aparecía en múltiples conceptualizaciones, además de en la teoría de las pulsiones. Sin embargo, él se interesó sobre todo por las pulsiones que se apuntalaban en las necesidades orgánicas y que se desviaban de ellas: el problema alimentario era considerado desde el punto de vista de la economía libidinal, aunque sin negar otros aspectos de la cuestión. Freud insistió una y otra vez en que el psicoanálisis no negaba otras perspectivas distintas de la sexualidad: la valoración de los instintos sexuales no negaba intereses distintos de los del sexo en el hombre (Una dificultad en psicoanálisis).

En todo caso, la defensa de Freud frente al pansexualismo fue difícil e indirecta: aunque toda su teoría se basaba en el conflicto, lo que implicaba la existencia de algo que se opusiera a la sexualidad, no acabó de responder a la objeción de que, según él -en la obra Tres ensayos para una teoría sexual- hay sexualidad en todo. Si bien la sexualidad no lo es “todo”, tal vez hay sexualidad en “todo”, y también en los impulsos de autoconservación. En la obra citada, Freud intentó conquistar el reconocimiento de que la sexualidad humana no es un instinto; el hambre no se reprime, pero la sexualidad sí y sólo a los impulsos sexuales cabe aplicar el término “pulsión” (frente al de “instinto”). En el primer capítulo del libro (“Las perversiones sexuales”), Freud afirma que si la sexualidad fuera un instinto, la perversión sería una excepción frente a lo considerado como sexualidad normal (relación genital heterosexual orientada a la reproducción). Sin embargo, lo que se descubre es la frecuencia y variación de las perversiones sexuales en el ser humano, entendiendo por tales, y sin connotaciones morales, las detenciones o unilateralizaciones en cualquiera de las fases preparatorias que conducen a la unión sexual. Sin embargo, sólo constituyen restos de un estadio anterior, el de la sexualidad infantil, que muestra que en el ser humano la sexualidad abandona los carriles preestablecidos, de forma que las perversiones (junto con su negativo, las neurosis) terminan apropiándose de la supuesta norma y relegando la presunta normalidad al estatus de excepción. Y Freud sostiene contra viento y marea esta concepción de la sexualidad. Laplanche propone leer el tercer capítulo de la obra –“La metamorfosis de la libertad”- como “El instinto reencontrado”, insistiendo en que el objeto a reencontrar no es el objeto perdido, sino su sustituto por desplazamiento: de ahí la imposibilidad de recuperar jamás el objeto. Este es el resorte de la “trampa” esencial situada en el punto de partida de la búsqueda sexual. La sexualidad humana se muestra así como una formación lábil fácilmente desplazable por el compromiso bastardo del síntoma neurótico.

2.2 Sueños y ensoñaciones

La cuestión en la que más énfasis puso Bloch fue en los sueños: su crítica es algo confusa, aunque apunta a un problema verdadero. Bloch contrapone al “más allá del principio de placer” (los sueños nocturnos en los que nos comunicamos con lo pasado, lo ya no-consciente) un “más allá del principio de la realidad” (los sueños diurnos, parte de la conciencia anticipadora en la que hambrea lo todavía no-consciente). Sin embargo, Freud supera esta dicotomía al constatar que las fantasías diurnas pueden ser reelaboraciones racionales de los deseos del inconsciente. En su obra El poeta y los sueños diurnos, Freud establece una analogía entre los sueños nocturnos y la fantasía, como testigos de la dificultad para renunciar a un placer experimentado alguna vez, si bien establece dos diferencias entre ambos. Primero, en la fantasía puede darse un cierto dominio de la ausencia; y segundo, a diferencia de la fantasía inconsciente –intemporal- los ensueños integran en el hilo del deseo el pretérito, el presente y el futuro. Esta posibilidad de una cierta apertura al futuro tiende a establecer más una analogía que una contraposición entre sueños y ensoñaciones. Frente a lo que Bloch piensa, no todas las fantasías caminan hacia delante, pues tal vez persigan una meta que se encuentra en el pasado.

Bloch se resiste a hacer del sueño diurno un precedente del nocturno, en el cual lo no concluso de la elaboración onírica es lo que lleva a la fantasía hacia el futuro; y así se invierte la relación de precedencia entre sueño diurno y nocturno. La noche “tiene algo que decir” como algo que no ha llegado a ser y en tanto que es iluminada por la fantasía diurna. Y siempre con el primado de la fantasía diurna: lo arcaico capitula, según Bloch, y en razón de sus elementos incompensados, frente a lo utópico. Tanto los sueños diurnos como los nocturnos avanzan, con diferente capacidad y cualidad, hacia el campo de la conciencia anticipadora.

Bloch parece desconocer el lastre de lo arcaico sobre las fantasías anticipadoras, pero Freud tiende a desprenderse de lo nuevo posible en éstas. Bloch acierta al señalar la conjunción entre arqueología y teleología, pero lo simplifica al hacerla girar en torno a la contraposición entre sueños y ensoñaciones (que según Freud, deben analizarse del mismo modo). ¿Puede encontrarse en las reelaboraciones fantasiosas del pasado algo que nos impulse hacia el novum?

2.3. La sublimación y la obra de arte: “Un recuerdo infantil de Leonardo de Vinci”

La tercera aproximación al freudismo conduce al gran tema de la sublimación, que Bloch cataloga como “concepto accesorio” del psicoanálisis (frente al concepto principal de represión). Para el pensador marxiano, el psicoanálisis es, por esta razón, retrospectivo. Bloch orienta esta crítica por el fácil camino de tachar al psicoanálisis de producto burgués. Para este pensador, la burguesía se muestra ciega y desinteresada hacia el mañana y no está motivada para separar lo todavía-no-consciente y lo ya-no-consciente. El psicoanálisis, al que Bloch le reconoce méritos, ha surgido en una clase decrépita, lo que explica la sobredimensión freudiana de la libido frente a otros estímulos o impulsos: el escepticismo freudiano es el producto de una clase amenazada. Ricoeur añade su propia interpretación: en Freud hay una doctrina de lo arcaico tematizada y una teleología implícita.

Habermas, por el contrario, ha hecho un balance mucho más positvo del freudismo al creer encontrar en él un modelo para el interés emancipatorio. El proyecto habermasiano de reconstrucción de Marx atiende especialmente a la insistencia de Freud en la interacción social. La discusión de Habermas sobre las dimensiones de la racionalidad lleva a este autor a reconocer la existencia y legitimidad de un interés técnico (la racionalidad instrumental orientada al control del mundo objetivado), de un interés práctico (la dimensión comunicativa de la razón, que se orienta a la comprensión intersubjetiva y se expresa en las tradiciones y ciencias culturales), y de un interés emancipatorio (director de los anteriores y atendido por la reflexión que trata de de fomentar la crítica y de liberar al individuo de una comunicación distorsionada). Habermas reprocha a Marx el haber privilegiado la categoría “trabajo” frente a la de “interacción” de la práctica humana. En este sentido, antepone a Freud sobre Marx: a éste le interesaba como base natural de la historia la organización corporal específica del hombre bajo la categoría de trabajo posible (el animal que fabrica instrumentos), en tanto que aquél acentuó, como base natural de la historia, la organización corporal específicamente humana bajo la categoría de excedente pulsional y su canalización (el animal que inhibe sus impulsos y que a la vez fantasea). Para Freud, piensa Habermas, el problema antropológico fundamental no es la organización del trabajo, sino el desarrollo de las instituciones que solucionen el conflicto entre exceso de pulsión y coacción de la realidad.

En cualquier caso, parece que desde una u otra perspectiva el gran problema no resuelto por Freud es el de la progresión, pese a que la práctica analítica la supone continuamente (pues tiende al desbloqueo de la comunicación distorsionada y de ahí a posibilitar la emancipación). Freud elabora al respecto distintas formulaciones, con distinto grado de esperanza (la cura psicoanalítica como liberación del amor reprimido o tan sólo como cambio de la miseria histérica por las adversidades corrientes). No obstante lo cual, la teorización metapsicológica del freudismo sólo recoge las recaídas de las relaciones de deseo a deseo en el plano pulsional, básicamente solipsista.

La cuestión de la apertura al futuro se plantea de modo ineludible en el problema ya mencionado de la sublimación. Freud sugiere, sin tematizarlo, un concepto progresivo de la sublimación en el contexto estético (Un recuerdo infantil de Leonardo de Vinci): la explicación psicoanalítica que refiere la obra de arte en una económica de las pulsiones no es más que un índice que apunta a una ausencia. De ahí que la obra estética, reelaborando fantasías arcaicas, no sea sólo un vestigio, sino que pueda ofrecer un nuevo sentido capaz de alumbrar al resto de los hombres: entre la fantasía privada nocturna y la lucidez pública del símbolo estético media el trabajo de la cultura.

Ahora bien, el peligro de tal marcha hacia delante, que Freud trata de prevenir, es el de que esa marcha fuese en realidad una huida. Aunque la apertura al futuro está condicionada por la que se tenga hacia el pasado (Schiller aconsejaba no despreciar los sueños de nuestra juventud, algo de lo que Freud toma nota en su estudio sobre Leonardo). Pero Freud mantiene, frente al universo de sentido -inaccesible para él- referido por las religiones, que el hombre está llamado a vivir sin consuelo ante las contingencias y el mal irremediable de la vida; no pretende, pese a todo, hacer apología de la impotencia, sino conducirnos hacia la sabiduría propia de una visión trágica que invita a agotar el campo de lo posible. Esto puede tal vez verse en sus reflexiones a propósito de la evolución cultural, en la que no están ausentes las posibilidades de apertura al futuro.

2.4. Culpa y progreso: la concepción freudiana de la historia

En la implícita concepción freudiana de la historia hay dos perspectivas no conciliadas. En El porvenir de una ilusión el proyecto de Freud se expresa en la sustitución de la legitimación religiosa de la moral por otra basada en su necesidad social, científicamente guiada (enlazando con lo expuesto antes en Tótem y tabú, obra en la que reconoce expresa, aunque cautelosamente, el progreso). Este tono de cauteloso optimismo cambiará en su libro El malestar en la cultura, donde la dificultad de regular las relaciones sociales hace quebrar la confianza depositada en la razón científico-técnica: en esta obra, Freud da cauce a la decepción que los progresos científicos por sí solos, suponen, pese al reconocimiento de su valor irrenunciable. El que hasta las creaciones sublimes de nuestra civilización se enraizen en tendencias perversas no resta sublimidad a tales creaciones. Freud no pretende sustituir las fantasías optimistas sobre la naturaleza humana por otras de signo contrario, actitud que le valió la defensa de Marcuse frente a las inexactas acusaciones de inmovilismo. Pero Freud, aún no descartando de antemano toda transformación, nos aconseja aceptar la existencia de dificultades inherentes a la cultura e inaccesibles a cualquier intento de reforma.

Algunos motivos del pesimismo freudiano se encuentran en las contrapartidas de la sexualidad infantil: la historia de cada uno está hecha de renuncias dolorosas, de modo que los conflictos no son contingentes, sino necesarios para acompañar el desarrollo del yo. Otros motivos pueden hallarse en el dualismo pulsional y la renuncia a los componentes agresivos, exigida por la propia civilización para que se refuercen los lazos libidinales que la sustentan: su corolario es la exaltación del sentimiento de culpabilidad. El carácter inevitable del desajuste entre las exigencias culturales y la perspectiva individual lleva a Freud a resaltar los componentes trágicos de la cultura. Al final de la obra, el médico vienés hace una declaración a modo de alegato frente a la Ilustración ingenua. El hijo positivista de la Ilustración se convierte, pese a él mismo, en uno de sus principales críticos: la lucha titánica entre Eros y Tánatos, que enmarca nuestro drama existencial, complementa a la positivista razón científica.

2.5. ¿Una utopía posfreudiana?

El que la Ilustración presente dos caras –romanticismo y positivismo- es algo que se ve con claridad en Kant, que cuestionó algunos de los más notables prejuicios ilustrados, como el del carácter inevitable del movimiento del progreso: Kant se sitúa entre sus creencias en la maldad de la naturaleza humana y en la progresión indefinida –sin un término alcanzable- de la racionalidad. En esta situación, y sin apelar a la Providencia, cabe preguntarse qué sentido puede dársele hoy al término “utopía”. En Freud quiebra no sólo la confianza en la llegada indefectible de algún final feliz, sino incluso la posibilidad de que algún final pudiera ser feliz.

En lo que respecta a la esperanza “objetual” de Bloch, resulta problemático que una utopía defendible hoy se equipare con la esperanza blochiana en la llegada a la “patria de la identidad”, aunque el propio Bloch reconozca que la sociedad comunista no comporta por sí misma la identidad soñada, sino que puede hacer aparecer en el centro los asuntos verdaderamente humanos (las preguntas finales del “hacia dónde” y del “para qué”). No obstante lo cual, el optimismo prima sobre la desesperación, pues el optimismo militante avanza, aún con crespones negros. En el final de El principio esperanza, Bloch recrea el sueño del comunismo como solución definitiva del litigio entre esencia y existencia, entre libertad y necesidad: la historia se clausura con el sueño de una patria de la identidad (“la verdadera génesis no se encuentra al principio, sino al final”).
Kolakowski arguye que el tipo de utopía blochiana depende del mito de la autoidentidad humana, y Muguerza responde con la distinción entre las utopías horizontales (que dependen de una filosofía escatológica de la historia con la culminación del desarrollo lineal de la historia) y las utopías verticales (que inciden en perpendicular sobre el proceso histórico reactualizando en cada instante el contraste entre realidad e ideal y fragmentando el cumplimiento de la intención utópica). Por su parte, Apel afirma que la recepción de la utopía en la ética comunicativa recoge ante todo la intención utópica, y no la utopía como cuadro acabado del universo. En linea con estas consideraciones, Wellmer sostiene que el final de la utopía (como cancelación de la idea de realización definitiva de un Estado ideal) no equivale al cese de los impulsos radicales de libertad y universalismo moral: la utopía como “terminación” no tiene sentido en la historia humana, y su final no bloquea las energías utópicas, sino que las redirecciona, transforma y pluraliza. Para Thiebaut, por último, el aliento emancipatorio, al perder el lenguaje de la emancipación sus bases teóricas, se trueca en ética de resistencia, aún con la posibilidad de que tal resistencia sea el trazo último de una idea de emancipación que se va desvaneciendo en la nada.

Este modelo de utopía, el único aparentemente posible en una inmanencia no escatológica plantea, de todos modos, algunos interrogantes. Uno de ellos es el del fundamento y los motivos para una tal acción emancipatoria con vistas a un futuro más o menos incierto. Otra cuestión problemática es la que atañe al peligro que corre la crítica antiutópica de convertirse en la utopía del statu quo y provocar el olvido de aspiraciones sin las cuales parece que la vida humana abdica de su dignidad; en este sentido, Kolakowski afirma que la idea de fraternidad humana es desastrosa como programa político, pero indispensable como señal orientadora. Es necesaria como idea más regulativa que constitutiva. No obstante lo cual, este autor cree que las ideas complementarias de movimiento perpetuo hacia una meta y de inaccesibilidad de ésta son ideas filosóficamente reconciliables more kantiano.

Y justamente, la grandeza de algunos de los mayores pensadores arraiga en su capacidad de hacer convivir en sí mismos tendencias espirituales tan necesarias como de casi imposible armonización: véase, si no, el caso de Freud, con un talante optimista fruto de su ilustrada confianza en las ciencias y, al mismo tiempo, con una dimensión personal más poética o romántica y más pronta a la decepción.
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La Obediencia al Derecho y el Imperativo de la Disidencia (Una intrusión en un debate)

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El punto de vista de González Vicén se halla resumido en el siguiente texto: «En tanto que orden heterónomo y coactivo, el Derecho no puede crear obligaciones porque el concepto de obligación y el de un imperativo precedente de una voluntad ajena y revestida de coacción son términos contradictorios... Con ello desembocamos en el gran problema de los límites de la obediencia jurídica. Si no hay más obligación que la obligación en sentido ético, el fundamento de la obediencia al Derecho basado en el aseguramiento de las relaciones sociales o en otras razones análogas es sólo, por así decirlo, un fundamento presuntivo o condicionado; un fundamento que sólo puede serlo en el pleno sentido de la palabra si el Derecho no contradice el mundo autónomo de los imperativos éticos. Si un derecho entra en colisión con la exigencia absoluta de la obligación moral, este derecho carece de vinculatoriedad y debe ser desobedecido... O dicho con otras palabras: mientras que no hay un fundamento ético para la obediencia al Derecho, sí que hay un fundamento ético absoluto para su desobediencia. Este fundamento está constituido por la conciencia ética individual».
Habermas llama a los intereses generalizables «necesidades comunicativamente compartidas», pues sólo a través del intercambio de argumentos en el discurso cabría que los miembros de la sociedad se pusiesen de acuerdo sin coacción sobre las normas a aceptar como válidas. Para ser exactos y como es bien sabido, semejante «consenso alcanzado argumentativamente» requeriría que el discurso se ajustase a las condiciones de lo que Habermas da en llamar una «situación ideal de habla» o de diálogo, que sería aquella situación que concurre «cuando para todos los participantes en el discurso está dada una distribución simétrica de las oportunidades de elegir y realizar actos de habla», es decir, aquella situación en la que «todo el mundo pueda discutir y todo pueda ser discutido», de manera que en ella reine, pues, la comunicación sin trabas.
«Con Rousseau aparece —por lo que atañe a las cuestiones de índole práctica, en las que se ventila la justificación de normas y de acciones— el principio formal de la Razón, que pasa a desempeñar el papel antes desempeñado por principios materiales como la Naturaleza o Dios... Ahora, como quiera que las razones últimas han dejado de ser teóricamente plausibles, las condiciones formales de la justificación acaban cobrando fuerza legítimamente por sí mismas, esto es, los procedimientos y las premisas del acuerdo racional son elevadas a la categoría de principio...».
La formación discursiva de una voluntad racional es para Habermas lo mismo que su formación «democrática», de suerte que se trata de un proceso en el que «todos somos» (o deberíamos ser) participantes». Y, en cuanto a la propuesta de democracia radical o «democracia participatoria» que de ahí se seguiría, ésta concreta algo, en términos políticos, la abstracta alusión a «la distribución simétrica de las oportunidades de elegir y realizar actos de habla».
Rousseau había dicho que nadie está obligado a obedecer ninguna ley en cuyo establecimiento no haya participado. La sumisión a cualquier otra ley es simplemente esclavitud, mientras que, como Kant repetiría casi con idénticas palabras, la obediencia a la ley que uno se da a sí mismo es cabalmente libertad.
Thomas McCarthy dice: «En lugar de considerar como válida para todos los demás cualquier máxima que quieras ver convertida en ley universal, somete tu máxima a la consideración de todos los demás con el fin de hacer valer discursivamente su pretensión de universalidad».
En la teoría del contrato no hay otro procedimiento para determinar la justicia o injusticia de una decisión colectiva que el democrático recuento de los votos de los ciudadanos. El imperativo categórico kantiano prescribe: «Obra de tal modo que tomes a la humanidad, tanto en tu persona como en la de cualquier otro, siempre como un fin al mismo tiempo y nunca meramente como un medio». La «humanidad», o condición humana, es para Kant aquello que hace de los hombres fines absolutos u «objetivos», que no podrán servir de meros medios para ningún otro fin, a diferencia de los fines subjetivos o «relativos» que cada cual pudiera proponerse a su capricho y que, en rigor, son sólo medios para la satisfacción de este último.
Cuándo una decisión colectiva atenta contra la condición humana, pregunta a la que, en mi opinión, no cabe responder sino que la «conciencia individual» y sólo la conciencia individual.
Kohlberg distingue dentro del estadio de la postconvencionalidad, y con esta secuencia, dos etapas: la de la orientación «contractualista» de la conciencia moral —en que el acuerdo se convierte en fundamento de la obligación— y la de su orientación por «principios éticos», que podrían a su vez prevalecer sobre cualquier acuerdo previamente adoptado.
En cuanto a la conciencia ética individual, y con acento que alguien diría «existencialista», González Vicén ha subrayado que «sus decisiones son siempre solitarias en su última raíz». Contra lo que sus críticos parecen temer a veces, la soledad no tiene nada que ver con la insolidaridad.
Desde la perspectiva ética del individualismo no se desprende que un individuo pueda nunca imponer legítimamente a una comunidad la adopción de un acuerdo que requiera de la decisión colectiva, sino sólo que el individuo se halla legitimado para desobedecer cualquier acuerdo o decisión colectiva que atente —según el dictado de su conciencia— contra la condición humana.
González Vicén dice: «La desobediencia ética no persigue, por definición, ninguna finalidad concreta y no es, por eso, tampoco susceptible de organización, no busca medios para su eficacia. Su esencia se encuentra en el enfrentamiento de la existencia individual consigo misma».
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Los Derechos Humanos

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1. El concepto de derechos

«Derecho» resulta adecuadamente clasificado como un término ético y, en general, es igual a las demás palabras éticas por lo que se refiere a su definibilidad mediante una definición naturalista. Pero puede ser definido en términos de «obligación moral»
Poseer un derecho moral a algo equivale a que alguna otra persona esté moralmente obligada (en sentido objetivo) a actuar o dejar de actuar de algún modo con relación a la cosa a la que se considera que tengo derecho, si deseo que lo haga así.
Poseer un derecho moral es totalmente distinto a poseer un derecho legal. La Declaración Universal de los Derechos Humanos adoptada por la Asamblea General de las Naciones Unidas, en 1948, es una declaración de derechos morales; muchos de los cuales, de hecho, no constituyen derechos legales en muchos países.

El significado de «poseer el derecho moral a» se explica desde:
  • En primer lugar, el que yo posea un derecho implica aproximadamente que todos los individuos de mi comunidad tienen la obligación de hacer todo lo que puedan, a la vista de sus oportunidades y capacidades y sus restantes obligaciones, de asegurar y mantener un sistema en el que se nos proporcione a mí y a las personas que están en mis circunstancias la oportunidad de recibir ese derecho.
  • En segundo lugar, es necesario que distingamos dos sentidos de «poseer derecho a» paralelamente a la distinción entre «obligación global» y «obligación prima facie». Esta distinción es necesaria, ya que hay una gran diferencia entre un enunciado del tipo «Poseo derecho a que se me paguen 10 dólares-hora» y un enunciado, como ocurre en la Declaración de los Derechos Humanos de las Naciones Unidas, de que las personas tienen derecho a intercambiar ideas libremente —algo que afirmamos correctamente, aunque admitamos que existen ocasiones en las que no es adecuado, teniendo en cuenta todos los factores, que la gente intercambie ideas libremente (por ejemplo, si el hacerlo así produce pánico o un tumulto). El primer enunciado, si es verdadero, implica que alguien tiene una obligación global (pagarme 10 dólares). Pero la segunda no lo implica; al menos no implica que otros que estén en posición de controlar, si la gente puede hablar, tengan una obligación global de permitirles «intercambiar ideas libremente» en todas las ocasiones, con independencia de cuáles sean las circunstancias. El último enunciado más bien parece significar algo semejante a: «La gente tiene derecho (en el sentido más fuerte) a intercambiar ideas libremente, siempre y cuando no se presenten consideraciones morales más urgentes que entren en conflicto con ello».
¿Qué significa, pues, «poseer un derecho prima facie»? Esta expresión podría explicarse en términos de «poseer un derecho absoluto», pero resulta más sencillo definirla directamente en términos de «obligación».
Cuando poseemos cuando menos un derecho prima facie a algo, podemos decir que esto constituye un derecho. Por tanto, podemos decir que todas aquellas libertades, inmunidades y capacitaciones a las que tenemos derecho, constituyen «nuestros derechos».

2. Una teoría acerca de los derechos: John Locke

Comencemos por la teoría de Locke acerca del significado de «posee derecho a». Este autor no define el término explícitamente aunque queda claro que el autor piensa que si un hombre tiene derecho a hacer o disfrutar de una cosa, entonces ningún otro hombre puede legítimamente interferir. El autor afirma: La ley de la Naturaleza se presenta como una regla para todos los hombres, tanto para los legisladores como para los demás... Es seguro que existe tal ley, y que es también tan inteligible y asequible para una criatura racional y un estudioso de las leyes como las leyes positivas de los Estados; es más, posiblemente más asequible.
En su ética normativa, Locke se formula a sí mismo dos cuestiones: qué deberes y derechos poseen los hombres en un «estado de naturaleza», es decir, con anterioridad o fuera de una sociedad políticamente organizada, y qué deberes y derechos poseen los hombres dentro de una sociedad políticamente organizada.
Los derechos morales del hombre en el «estado de naturaleza» son el reverso de la medalla. Tiene derecho a disfrutar de, o ejecutar, aquellas cosas que los demás tienen obligación de no impedirle y que no esté obligado a no realizar conforme a la ley moral. De este modo, tiene derecho moral a la vida (pero no a privarse de la vida), a la salud, a la propiedad (exceptuando la vida de los animales que uno posea que no puede ser eliminada a no ser para algún uso «más noble»), y, en lo demás, libertad para hacer lo que le plazca siempre que con ello no infrinja los derechos de los demás —excepto, en cada caso, si él mismo es un criminal que ha infringido los derechos de los demás—. Por lo demás, un hombre tiene derecho a procurar el castigo de los que infringen la ley moral. Con relación a estos derechos, Locke consideraba que no podía haber ninguna excepción en absoluto en el estado de naturaleza; son derechos absolutos y no pueden ser pasados por alto.
En el seno de una sociedad políticamente organizada, las cosas son un tanto distintas. El hombre puede transferir alguno de sus derechos, y en realidad así lo ha hecho, a cambio de seguridad y conveniencia. La autoridad del gobierno tiene su base moral en esta transferencia.

3. ¿Existen derechos naturales específicos que sean universales y absolutos?

Históricamente el término «derechos naturales» ha sido utilizado para referirse a derechos que son independientes de las leyes promulgadas —a derechos que uno posee en virtud de la «ley natural»—.
¿Qué obligaciones absolutas puede afirmarse que posee la gente?, si podemos identificarlas, probablemente podremos fijar los derechos correspondientes.
La razón que impide afirmar que cualquier derecho específico sea a la vez universal y absoluto es la misma que impide afirmar que cualquier obligación prima facie deba ser siempre satisfecha. Esta razón se refiere al hecho de que, cualquiera que sea el derecho específico que pueda mencionarse, existen circunstancias previsibles en las cuales otras consideraciones morales serán consideraciones más importantes a tener en cuenta en relación a la conducta. Por ejemplo, en tiempos de guerra el derecho de un hombre a la vida puede tener que dejarse a un lado. Igualmente es posible que tenga que ser destruida la propiedad de un hombre si por alguna razón, cuando ocurra una inundación por ejemplo, es una amenaza para vidas humanas.
Los únicos derechos naturales que puede plausiblemente pretenderse que sean absolutos son los que no se describen específicamente. Es posible que existan derechos naturales específicos, como el derecho a la vida, la libertad y la propiedad, tradicionalmente defendidos; pero, de ser así, se trata de derechos prima facie, no absolutos.

4. Tipos de derechos naturales específicos: prima facie

Existen cuatro tipos principales de (presuntos) derechos prima facie:
  1. Se ha proclamado que existe un derecho universal a la protección contra la violación de la vida, contra el asalto físico, contra la tortura y el castigo, inhumanos por parte del gobierno o sus agentes, contra el arresto arbitrario, contra la suposición de culpabilidad respecto a cualquier ofensa hasta que no haya tenido lugar juicio público con todas las garantías necesarias de imparcialidad, contra la servidumbre, contra el libelo o los ataques calumniosos a la reputación.
  2. Se ha proclamado que existe un derecho universal prima facie a igual capacidad de defensa en caso personal ante los tribunales de justicia, a la posesión de medios legales eficaces para prevenir la violación de los derechos personales, a una consideración por parte de los tribunales de justicia igual a la de las demás personas de la comunidad a la que uno pertenece.
  3. Se ha afirmado que existe un derecho universal prima facie a hacer oír los sentimientos personales sobre el gobierno y leyes del país: votar las leyes, ya bien directamente o a través de representantes elegidos, expresar de viva voz, o por escrito, las ideas propias libremente, reunirse pacíficamente en asambleas y asociaciones.
  4. Se ha considerado que existe un derecho universal prima facie a las condiciones básicas de una vida digna: a la libertad de movimientos, a casarse con la persona elegida, a la propiedad que uno posea, a las condiciones mínimas de subsistencia, incluyendo alimentación, ropa, vivienda y atención médica; a trabajar en una ocupación elegida por uno mismo, con una remuneración justa y sin que medien discriminaciones; a la educación.
5. Tres derechos prima facie: vida, libertad y propiedad

El derecho a la vida. — Se considera generalmente hoy día que los seres humanos normales poseen derecho prima facie a no ser expuestos a muerte por ninguna agencia humana, excepto en ocasiones especiales, y que poseen un derecho prima facie a toda la ayuda positiva que se precisa para el mantenimiento de la vida.
Difícilmente se cuestionará que existe un derecho prima facie a que no se nos cause deliberadamente (o a causa de negligencia) la muerte, aunque este derecho puede dejarse a un lado cuando sea necesario para la protección de las vidas y de importantes formas de bienestar para todos, por ejemplo, durante la guerra.

El derecho a la libertad de expresión. — El derecho a expresar las propias ideas, sin coerción o intimidación por parte de las personas o el gobierno, puede considerarse como un aspecto del derecho general a la libertad de acción.
La libertad de expresión no tiene nada que ver con la libertad de ideas o la libertad de conciencia. De hecho, no se puede interferir en las ideas o la conciencia, ya que las ideas íntimas de una persona no son observables por nadie más que ellas misma. Se puede influir en ellas mediante la propaganda, mediante el control de los canales de información; pero esa es una cuestión diferente. La libertad de expresión significa la libertad de comunicación, ya sea oralmente o por escrito. La libertad de expresión no se entiende que signifique que se le garantice a cualquiera una audiencia atenta, ni siquiera que se le proporcionen los medios financieros para anunciar sus ideas como uno desee, sin coerción o intimidación por parte de ninguna otra persona, ya sea la policía, la acción legal, represalias económicas, o la amenaza de ellas, o la interferencia personal. El influir mediante sobornos o promesas no es una forma de amenaza o coerción, y no se considera una limitación de la libertad de expresión.

El derecho a la propiedad. —La posesión consiste en la capacidad de disponer de algo tal como uno desee. Afirmar, pues, que existe el derecho a poseer propiedades es afirmar que existe el derecho a la capacidad de disponer de algunos objetos materiales tal como uno desea. Asimismo, preguntar acerca de la amplitud del derecho moral prima facie a poseer es, de este modo, preguntar acerca de en qué medida uno tiene derecho moral prima facie a disponer de los objetos tal como uno desea —ya bien qué tipos de objetos uno puede poseer o cómo puede uno disponer de ellos.
Karl Marx creía que el valor de un objeto está determinado por la cantidad de trabajo necesario para su producción, y que es un robo el que el trabajador no posea la proporción de objetos equivalente al valor que su trabajo no posea la proporción de objetos equivalente al valor que su trabajo ha creado.
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Virtud

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Introducción

Prudencia, magnanimidad, justicia, coraje, equilibrio, etc., han sido, con acentos diversos, los elementos de un catálogo básico de actitudes y comportamientos de las que ya hablaba Aristóteles en sus Éticas o en la Retórica.
Las virtudes, que se comprendieron en el pensamiento clásico como las disposiciones subjetivas requeridas por comportamientos que operaban como imágenes sociales de lo moralmente relevante y loable, podrán comprenderse, desde esta perspectiva contemporánea, como aquellas disposiciones básicas que se les suponen, por una parte, y se les requieren, por otra, a los sujetos morales —cuyo punto de vista ético es, en actitudes de primera persona, autónomo y reflexivo— en el discurso práctico.

¿Virtud frente a deber? La revisión neoaristotélica

La crítica romántica y hegeliana a la propuesta ilustrada kantiana dice: los sujetos no pueden coherentemente definir desde sí mismos y en el fueron interno de su mera conciencia y de su pura intención esa perspectiva ética, pues ésta debe siempre hallarse imbuida en los contextos materiales de las morales y las instituciones sociales concretas en las que los hombres se constituyen, precisamente, como sujetos.
Las posiciones neoaristotélicas señalan que las éticas del deber desconocen la relación entre la acción moral y sus fines.
Así, pues, si las éticas ilustradas y kantianas acentuarían los elementos de autonomía, de reflexividad del sujeto con respecto a sus fines, y de motivación racional, pues los fines dados deben ser sometidos al tribunal de la razón práctica para ser evaluados y aceptados o criticados, las éticas neoaristotélicas contraargumentarían que sólo la consideración de esos mismos fines puede dar sentido ético a la acción de los hombres.
En la discusión contemporánea se pueden perfilar dos diferentes fuentes de tales fines en los planteamientos neoaristotélicos. En primer lugar, podemos acudir al análisis de las capacidades básicas que parecen requerirse para una vida humana deseable, como hace Martha Nussbaum, y establecer una suerte de antropología moral de criterios mínimos indispensables que definen, incluso en términos transculturales, qué puede ser una vida deseable para los hombres. Cuando hablamos de capacidades básicas, nos referimos a las condiciones mínimas atribuibles a los hombres como sujetos que realizan acciones, no al contenido o a las finalidades concretas de tales acciones. No se trataría, por tanto, de definir directamente qué bienes primarios pueden ser deseables, sino de acordar una lista de las capacidades que, como preferencias de segundo orden, hacen deseables tales o cuales bienes, cuya diferente evaluación y determinación estará sometida a variaciones culturales o a otras contingencias.
Una segunda estrategia teórica para definir los criterios que definirían la desabilidad de los fines prácticos es al de acudir, en un grado menor de abstracción —abstracción que esta segunda estrategia siempre consideraría peligrosa por el grado de adelgazamiento al que podría verse sometida nuestra estofa moral—, a los contextos prácticos de definición moral, a las tradiciones que definen, en las diversas culturas, qué comportamientos son aceptables y cuáles no lo son y, en términos filosóficos, podríamos acudir a aquellas tradiciones teóricas que han puesto de relieve la conexión entre la acción moral, los fines de esa acción y el conjunto de prácticas sociales que, configuradas en tradiciones, insertan esos fines como productos de esas prácticas.
La oposición entre las éticas ilustradas y las éticas neoaristotélicas puede resumirse, pues, en dos rasgos:
  • respecto a la definición de los sujetos morales: mientras las éticas ilustradas ubican la definición del punto de vista ético en la autonomía de los sujetos en tanto que éstos poseen una prioridad con respecto a sus fines, fines ante los cuales los sujetos morales poseen una actitud reflexiva, las éticas neoaristotélicas entenderían esos fines como determinantes del punto de vista moral;
  • respecto a los contenidos de las acciones morales: mientras las éticas ilustradas segregarían el punto de vista ético de las posibles y plurales concepciones del bien que operan en sociedades complejas y diversas como las modernas, las éticas neoaristotélicas darían prioridad a los contextos comunales de definición del bien por medio de sus diversas concepciones de qué comportamientos son deseables como virtudes.

Sensibilidad, reflexividad y aprendizaje de las virtudes en la ética clásica

El valor de los conceptos se satisface en su significado, y éste en su uso, en la manera en que los hombres los emplean para la vida que viven. Pero, ese carácter descriptivo del talante moral aristotélico debe ser complementado con dos notas ulteriores: su carácter normativo y su carácter analítico. Aristóteles dice que no realiza una investigación para saber qué es el bien, sino para ser buenos; es decir, la tarea de la ética no es la de describir lo que es y favorecer el que seamos buenos. Por otra parte, esa comprensión se realizará con una analítica de los factores que intervienen en la definición de algo como bueno y virtuoso.
La definición aristotélica estándar de virtud señala que ya que las virtudes no son pasiones ni facultades, es decir, no son aquello que nos sucede y nos acontece en términos de nuestras sensaciones o sentimientos, ni tampoco por lo que podemos o no podemos hacer, por nuestras capacidades, habrán de ser «modos de ser» libremente adquiridos por los sujetos. Posteriormente se dirá que tales «modos de ser» refieren, en primer lugar, a las acciones y a los sentimientos de los hombres, a su sensibilidad, y vendrían definidos, en segundo lugar, por un término medio, el cual, en tercer lugar, se ejemplificaría según un principio racional tal como lo emplearía el hombre prudente. En esas definiciones pueden subrayarse los tres elementos de sensibilidad, reflexibilidad y aprendizaje que pueden ser relevantes para el análisis de las disposiciones de los individuos en su comportamiento moral.
El análisis de la virtud parte de comprenderla como héxis proairetiké como modo de ser selectivo, como hábito elegido de una manera de preferir, por así decirlo. Cuando Aristóteles señala que las virtudes no son capacidades ni pasiones, está apuntando a la actitud activa del sujeto moral: no es aquello de nuestro comportamiento que nos viene dado por las circunstancias materiales, históricas o psicológicas de nuestra herencia o de nuestro entorno. No es, pues, la fortuna o la desventura de nuestras existencias, sino la manera como podemos asumir y superar esa fortuna o esa desventura (la fortuna será, precisamente, aquello con lo que tenemos que habérnoslas, pues ingenuo sería pensar que no interviene materialmente en nuestra vida y en nuestra moralidad). La virtud no es, entonces, aquello que nos viene dado en nuestros puntos de partida, sino aquello que se decanta en nuestros puntos de llegada (por eso dirá que la felicidad, como finalidad del hombre, habrá de juzgarse tomando en conjunto la totalidad de la vida vivida). Las virtudes son, pues, disposiciones del sujeto que se adquieren activamente por parte de éste y muestran un cierto carácter adverbial: prestan el tono a lo que se hace centrándose en la manera en que se hace.
Las virtudes son disposiciones activas del sujeto referidas, en primer lugar, al campo de la sensibilidad y de las acciones. La sensibilidad mencionada no es sólo la sensibilidad pasiva de nuestras capacidades y de nuestras pasiones, sino también la sensibilidad ligada a la actividad de nuestro conocimiento práctico.
El segundo rasgo de la analítica de la virtud que exponemos siguiendo a Aristóteles es el de la reflexividad. El tratamiento aristotélico del término medio sugiere una cierta idea de relatividad según los sujetos (nunca los objetos) a los que se refiere, con un argumento sobre nuestras diferencias: «Llamo término medio [...], en relación con nosotros, al que ni excede ni se queda corto, y éste no es ni uno ni el mismo para todos». El medio no lo es según una regla externa, sino atendiendo a la medida interna de cada uno.
El tercer rasgo es el proceso de aprendizaje del punto de vista moral mismo que ha sido susceptible de interpretaciones comunitaristas. Según estas interpretaciones, siguiendo a MacIntyre, los fines y los bienes sólo son comprensibles en el marco de tradiciones que configuran acuerdos establecidos sobre los mismos y que son los nichos de los procesos de la socialización moral de los sujetos. La imagen del prudente sería, así, aquello que una tradición ha acordado como tal, y los buenos fines serían aquellos que esa tradición o esa comunidad han acordado como tales.

La virtud y las actitudes morales en primera persona

Los planteamientos contemporáneos de las éticas discursivas, y por elegir la formulación de Jürgen Habermas, señalarían que la validez de las normas y de los principios morales sólo puede comprenderse desde discursos prácticos en los que los participantes pueden adoptar una actitud hipotética ante esas normas y principios para valorar sus posibles razones y efectos. Ello quiere decir que todos los afectados por esa norma o principio podrían intervenir en la discusión y, en segundo lugar, que al hacerlo no discutirían sólo teniendo en consideración el estado de cosas dado, sino todas las consecuencias que podrían sucederse de tal norma si ésta se aplicara universalmente. Este vínculo de simetría, universalidad y actitud hipotética es el corazón de la propuesta discursiva.
Las tres notas de la analítica de la virtud que hemos analizado en el apartado anterior —sensibilidad y racionalidad, reflexividad y aprendizaje— pueden ser comprendidas, por tanto, como disposiciones básicas que se les suponen y requieren a los individuos en tanto sujetos morales, es decir, en su reflexión y en su actuar morales. En primer lugar, son disposiciones requeridas, es decir, condiciones que se les suponen a los sujetos en contextos de interacción discursiva práctica. Por ello quiere decirse que toda interacción de ese tipo, y en virtud precisamente de su simetría, requiere de los participantes determinadas disposiciones, tales como las que se expresan en su disponibilidad para entrar en la situación del discurso, para criticar y ser criticados en las razones que aportan y para ser requeridos y requerir tales razones. Sin tal tipo de disposiciones activas de los sujetos, la situación discursiva sería imposible o inconsistente, fracasaría. En segundo lugar, señalamos que esas disposiciones se les requieren o solicitan a los sujetos en la situación de discurso. Requerir, en ese contexto, supone la generación activa de esas disposiciones cuando las mismas no se cumplen o cuando el suponerlas no queda satisfecho; es decir, supone la cualidad que tienen estas disposiciones de ser aprendidas, como ya señalamos anteriormente.
El posible catálogo de cuestiones que pudieran incluirse entre aquellas que se descubren como de relevancia moral o que se definen en un momento histórico como poseedor de tal relevancia (con las características añadidas, de revisión, etc.) determina el campo de la semántica moral de ese momento histórico, y es un campo siempre sometido a revisión y a inclusión de nuevas cuestiones o a la eliminación de otras.
El discurso práctico ejerce y requiere la reflexividad de los sujetos y este es el rasgo distintivo sobre el que la modernidad elevó su programa ético. En términos de los requisitos que tal reflexividad impone sobre los sujetos que participan en el discurso (y en toda acción moral en tanto reflexiva), éstos se ven solicitados de suministrar razones de su comportamiento o de su juicio cuya validez conciben de manera no inmediata con respecto a su contexto. En otras palabras, no todo valor que se propone como válido ha de considerarse tal, sino sólo aquellos que discursivamente pueden aceptarse como tales y sólo aquellos que puedan ser aceptados y justificados reflexivamente por los sujetos. La reflexividad que separa la existencia fáctica de normas, imágenes de lo deseable, etc. de su validez (siempre hipotética hasta que sea justificada) es, precisamente, aquella que aparecía en la noción del mesotés aristotélico, quien no validaba los fines o los comportamientos por su mera inmediatez. Pero no sólo eso, pues la peculiar percepción de los rasgos contextualmente relevantes —y que es crucial en el programa de la phrónesis aristotélica como reconocimiento de la particularidad de contextos en los que hay que aplicar principios y criterios, o en los que hay que innovarlos—. Los sujetos son capaces de mediar su actitud discursiva (su actitud hipotética ante normas y principios) con contextos particulares: pueden determinar, y precisamente porque son sujetos reflexivos, los casos en los que son relevantes determinados principios u otras consideraciones.
Por último, esas disposiciones son susceptibles de aprendizaje. La práctica discursiva y la justificación reflexiva de criterios y normas está ya siendo ejercida cuando accedemos a ella. Los procesos de socialización (y de individuación reflexiva por medio de ella) nos introducen in media res y nos confrontan con modelos de ese ejercicio en marcha: la imitación, el fracaso y el éxito ajenos y propios, etc., configuran los jalones de ese aprendizaje. Pero, sobre todo, ese proceso se aprende en la percepción de su estructura reflexiva misma: aprendemos maneras de ser sabiendo de qué maneras pueden ser aprendidas, imaginando y seleccionando determinadas disposiciones entre muchas posibles y practicándolas reiteradamente en diversidad de contextos y de situaciones. Y sólo siendo tratados simétricamente en contextos como los que mencionamos alcanzaremos a comportarnos simétricamente, sólo siendo tratados como seres reflexivos, aprenderemos, al cabo, a serlo.
Las diversas ideas o imágenes de lo virtuoso configuran en un momento histórico dado una determinada idea moral de humanidad. La concreción valorativa de esa idea moral de humanidad ha tenido rostros diversos y se ha ido modulando y ampliando, la mayor parte de las veces, en un proceso de aprendizaje por negativo: es la experiencia de la barbarie ajena y, sobre todo, de la propia la que ha ido ampliando y ahondando aquellos rasgos que se consideran relevantes para definir qué es deseable o qué se requiere moralmente para comprendernos como humanos. En la modernidad cumplida, esa negatividad se ha incrementado, y la experiencia de la propia barbarie, que puede ser ejemplificada de tantas maneras y con tanta frecuencia, presta a ese ideal moral de humanidad un rostro peculiarmente negativo y resistente. Los derechos humanos han podido ser considerados, así, como el rasero práctico con el cual la humanidad se mide moralmente a sí misma en cuanto a sus mínimos, serían, en cierto sentido, requisitos que se imponen a la hora de considerar a los diferentes hombres y sociedades, imágenes si no ya de excelencia, sí, al menos, de requisitos indispensables en nuestra autocomprensión moral como especie.
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Descubrimiento Histórico de las Diferentes Virtudes Morales

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La historia de las virtudes –la de su descubrimiento y apropiación- coincide con la historia de la ética como ethica utens. En el plano de la moral como estructura, el hombre es constitutivamente moral, pero en cuanto a la moral como contenido, todos los pueblos han poseído y poseen un código de normas rectoras de la conducta. Las virtudes y las distintas actitudes morales tienen una historia y los diferentes principios morales de validez universal se han desarrollado en los distintos pueblos según las diversas “líneas de fuerza” marcadas por las distintas ideas del hombre y de su perfección: la variedad moral depende de la preferencia por uno u otro êthos, aunque también se han dado errores de conocimiento moral.

Los pueblos antiguos nunca han concebido una perfección ética separada de lo religioso o lo jurídico. En el antiguo Egipto, una religión de inmortalidad, justicia y “obras” buenas imprime su cuño a una moral activista y preocupada del “rendimiento”. La justicia mundana, dictada por el Faraón, manifiesta la ley (hap), en tanto que la justicia ultramundana se logra por la justificación del muerto ante los dioses. Confucio, frente a Lao-Tsé, representa el sentido de la ética china, que estriba en el cultivo de las buenas disposiciones más que en la lucha contra el mal (bondad natural del hombre y desarrollo de la ética como “ética política”); en contraste, la moral del Japón se define por un fuerte êthos de virtudes viriles, militares y con un gran sentido del honor. La ética hindu, por su parte, tiene un carácter negativo y tiende a “desencadenar” al hombre del mundo por la negación de la vida individual: desconoce la realidad ético-personal del pecado, que se transporta al plano cósmico-metafísico, creándose un vacío ético que es sustituido por una moral de la compasión universal. El budismo constituye, por su parte, una profunda eticización de la concepción religiosa brahmánica.
La moral iraní es, de entre las orientales, la más afín a la europea y la más ética. La religión irania, que no es propiamente dualista, es una religión de lucha moral, de reforma de la vida y de afirmación del mundo y del bien; es una ética decisionista que pone de relieve el momento de la elección (el “tomar partido”) por encima del contenido de las acciones. En la religión babilónica, las realidades religiosas prevalecen sobre los puntos de vista éticos.
En cuanto a los sistemas morales occidentales, la ética de los germanos caracteriza el sentido del honor como el principio ético fundamental y el marco de las demás virtudes, entre las que descollan también la libertad, la valentía, la amistad y la fidelidad. Sin embargo, la moral vivida más estudiada ha sido la helénica, que ha transitado por diferentes fases:
  • La ética homérica es noble, heroica y guerrera y en ella prevalecen las virtudes de la megalopsykhía, eleuthería y eleutheriótes y la megaloprépeie (magnanimidad, señoría liberal, generosidad magnificente) junto con el aidós y la aiskhyne (el pudor de las malas acciones ante uno mismo y los demás).
  • La ética clásica es sobre todo una ética de sophrosyne, de mesótes y de metriotes (de nada demasiado).
  • Existen también morales pensadas: la socrática de la phrónesis, la platónica de la dikaiosyne y la aristotélica, síntesis empírica de las anteriores.
  • La tercera fase en las morales vividas griegas es la estoico-epicúrea, que descubre tardíamente el concepto de “deber” y “deberes” (to deon y ta deonta), que transita desde la megalopsykhía del guerrero a la del filósofo: es una moral a la defensiva que enarbola el lema de “sopota y renuncia” y que eleva la enkráteia (continencia) al rango de virtud fundamental.
La magnanimidad romana evoluciona desde la poética del magnus homo (las hazañas indiferentes a su contenido moral) a la del magnus animus (reivindicada por los defensores de la República, régimen de la honestas). En Israel, por otro lado, se subsume el principio moral en el religioso: el bien es la voluntad de Dios y las virtudes son siempre religiosas (la fe-confianza, la esperanza –mesiánica y positiva- y la upomóne o paciencia en el sentido de Job).
En el cristianismo, Jesús establece una relación entre el hombre y Dios de la que surge un nuevo êthos: la ágape o caritas informa la ética cristiana. La pretendida asimilación de la ética griega por la cristiana no dejará de presentar problemas: la justicia ya no puede ser toda la virtud, la magnanimidad plantea el problema de su conjugación con la humildad, la temperantia cristiana no coincide con la virtud “estética” de la sophrosyne, y tiende a convertirse en ascetismo. En la Edad Media, la justicia particular se comprende como justicia distributiva conforme a las necesidades representativas del estatus al que cada cual pertenece; en la época moderna pasa a primer plano, por contraste, la justicia conmutativa y la honradez comercial, y afloran las virtudes del trabajo, la laboriosidad y la previsión, la industria y la cura.
La prudencia se desnaturaliza y cae en el descrédito, en tanto el amor caritativo al prójimo se seculariza en la filantropía; la antigua pietas se convierte en la virtud del patriotismo, y la obediencia adquiere un sentido mucho más riguroso. La temperantia medieval pasa a ocupar un lugar predominante por mor del jansenismo y el puritanismo burgués. La palabra “honestidad” comienza a referirse sólo a lo sexual y la honradez se entiende sólo aplicada a las relaciones comerciales. De este modo, la moral moderna se estrecha en los límites de lo económico-individualista y sexual.
Resultado de esta evolución histórica es la existencia en la cultura occidental de dos morales diferentes, la protestante –secularizada y la católico-latina. Ésta mantiene su raíz religiosa y por ello cobran un valor central virtudes como la virginidad, la indisolubilidad conyugal y la procreación. La moral protestante, por su parte, pone el acento en la ética de la lealtad y la justicia en las relaciones humanas. Esta es una moral de exigencias menos elevadas pero que trata de compensar este perfil con un contenido mayor en el cumplimiento: mediante unos preceptos más fáciles de cumplir espera lograr una mayor moralidad real (según el patrón de la lealtad en los compromisos intramundanos). Por su parte, la moral católico-latina presenta algunos aspectos graves y peligrosos: uno es la distancia, a veces abismal, entre los principios y la práctica real (recuérdese que, según Aranguren, toda ética se abre a la religión). Otro aspecto grave es el de su unilateral espiritualismo individualista, que causa un atraso en el aspecto de la justicia social en los países en los que esta moral tiene vigencia.
Hoy por hoy el moralista ha de plantearse todos estos problemas, junto con el de la actualización (incluso nominal) de las virtudes: hay que revivificar las virtudes, haciéndolas trascender de un esquematismo rígido, evidenciando su naturaleza de manifestaciones, muy vinculadas entre sí, de un êthos unitario. Además, frente al refugio en la virtud privada, debe darse toda la importancia que merece a la virtud más social, la justicia, virtud que presenta dos caras: la “aceptación” y la de ser virtud del “hereje” (Jaspers) o del revolté (Camus).
Además, no puede obviarse el enfrentamiento de la moral occidental de corte cristiano con dos morales que han tenido una gran influencia en los tiempos recientes: la moral marxista, con un profundo sentido ético que fuerza a la lucha por la justicia social, y la moral vivida del existencialismo (moral de la situación, de la elección, de la libertad), que ha prestado dos grandes servicios: refutar existencialmente el neutralismo del hombre “privado” y cobrar conciencia de que el hecho de que haya gentes éticamente “menores de edad” es un hecho, no un ideal moral.
Y en cuanto a la libertad, antes que una actitud política es una actitud personal (una virtud): debemos desplazar el centro de nuestras preocupaciones desde lo político a lo social y a lo personal, pues la salvación de los pueblos es antes personal y social que política.
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La Virtud de la Templanza

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La temperantia de la ética cristiana no cubre el significado de la sophrosyne griega: ésta es un modo de ser, un êthos, mientras que aquélla, más concreta, es propiamente una virtud que además se refiere a la moderación de las pasiones concupiscibles que obran por el tacto. La doctrina tomista de la temperantia contiene varias afirmaciones muy actuales: en primer lugar, esta virtud no se opone sólo a la intemperantia, sino también a la insensibilitas. Además, la virtud de la templanza, por ser subjetiva y por su materia de aplicación, es inferior a las otras virtudes (algo inafirmable de la sophrosyne). Sin embargo, la conexión entre las virtudes y los vicios y su complexión en el êthos otorgan una gran importancia a esta virtud, que Aristóteles tildó de “preservadora de la prudencia”. En efecto, la prudencia asegura el sentido de la realidad, en tanto que la intemperancia nubla la realidad plena y objetiva en aras a la percepción subjetiva de lo “deseable”; además, la intemperancia también supone la pérdida de la fortaleza.

Para los griegos, la sophrosyne, de la que veían ante todo su belleza, era una conformación de la personalidad, una actitud ante la realidad y una manera armoniosa de concebir la relación alma-cuerpo. Más tarde, los estoicos y los cristianos pusieron el acento de la temperantia en la ascesis, aunque Santo Tomás recogió parte de la primera acepción al sostener que la temperantia es condición para percibir la belleza de la realidad.

El tomismo distingue en la temperantia partes integrales, subjetivas y potenciales. Partes integrales son la verecundia, que es más bien semivirtud, y la honestas, que es virtud en general y en cuyo concepto la conexión entre las virtudes remite a su raíz unitaria o êthos. Las partes subjetivas son la abstinencia, la sobriedad y la castidad. En cuanto a las partes potenciales, son éstas la continencia, la clemencia y mansedumbre y la modestia.

La continencia es imperfecta y más bien semivirtud, pues consiste en un sojuzgamiento que acredita que no hay armonía. Los estoicos la elevaron a virtud plena. La distinción entre enkráteia y sophrosyne es importante, pues por un lado afirma la unidad cuerpo-alma frente al “espiritualismo” y porque descubre que la virtud es, además de prudencia, “armonía” y “firmeza”; por otro lado, porque manifiesta que lo plenamente moral es su apropiación o realización plena a modo de “segunda naturaleza”, algo que no ocurre en la enkráteia en tanto que ésta evidencia escisión interna.
La clemencia modera la acción o punición exterior, mientras que la mansedumbre es moderación de la pasión misma. El vicio opuesto es la iracundia o exceso de ira (ésta en sí no es vicio, sino pasión).
La modestia modera aquellas situaciones de contención no tan difícil, y Tomás la divide en humildad, estudiosidad y modestia en los movimientos exteriores, en el ornato y en las diversiones.
  1. La humildad es una virtud religiosa y judeocristiana, cuyo opuesto es la soberbia, y que resultaba desconocida para los griegos clásicos, cuyo ideal de vida era la megalopsykhía. El Aquinate cometió el error de intentar equiparar la humildad con la metriótes y la confundió con la actitud del temperatus al definirla como necesaria para no tender inmoderadamente al bien arduo (al contrario que la magnanimidad). Siger de Brabante concluyó -incorrectamente- de este error tomista que la magnanimidad era la virtud de los grandes y la humildad, de los mediocres. Tomás de Aquino no fue capaz de ver la novedad de la humildad frente a la concepción helénica de la vida, y su asimilación de esta virtud a la metriótes le obligó a ponerla bajo la templanza, en vez de bajo la justitia y la religio (como hicieran San Agustín y los medievales). Al hacerlo así, Santo Tomás debilitó su doctrina de la religio y desnaturalizó la virtud de la humildad. La solución a este dilema podría venir de la no necesaria contradicción entre humildad y magnanimidad, pues ésta se refiere al hombre en cuanto unido al Absoluto (in sensu composito con Dios) y aquélla, al hombre comparado con el Absoluto (in sensu diviso). Santo Tomás, no obstante, supo, frente a San Agustín y San Buenaventura, reivindicar la grandeza humana de las virtudes naturales frente a las sobrenaturales.
  2. La estudiosidad es la templanza en cuanto al apetito de conocer y saber, y se opone a la indiferencia negligente y a la curiosidad (que está en relación o con la soberbia del conocer o con la frívola avidez de noticias, y que procede de la “concupiscencia de los ojos”).
  3. La modestia se refiere a los movimientos exteriores, al ornato y a la diversión, cuya virtud reguladora es la eutrapelia.
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La Virtud de la Fortaleza

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Si la prudencia y la justicia perfeccionan moralmente a quien las ejercita de modo mediato, las virtudes de la fortaleza y la templanza tienden derechamente a la formación del êthos del que las practica. La fortitudo o fortaleza es una síntesis estoico-escolástica de dos virtudes que corresponden a actitudes opuestas: la andreia (defensiva y paciente) y la megalopsykhía (emprendedora y pujante). Según Santo Tomás, la fortitudo tiene dos aspectos: sustinere y aggredi, soportar y emprender. El Aquinate da primacía al primer aspecto, pues es el que sufre el ataque, el que soporta el inminente peligro y porque el hacerlo supone continuidad en el esfuerzo. En estas consideraciones se evidencia la influencia estoica en la filosofía moral tomista. La ética aristotélica apenas guarda relación con una moral a la defensiva, salvo por su mención a la virtud militar de la andreia, que presenta un aspecto defensivo y otro ofensivo; sin embargo, los estoicos resaltan el lado defensivo de esta virtud y la generalizan al afrontamiento de todos los temores, de modo que el sustinere pasa a primer plano.

Este aspecto de la fortitudo presupone la existencia del mal y la vulnerabilidad y fragilidad de la existencia humana: la fortaleza se somete a la más dura prueba circa pericula mortis y el martirio se erige en el principal acto de la fortaleza. Para Santo Tomás, el martirio es, antes que derramamiento de sangre, testificación de la verdad, y como veracidad forma parte de la virtud de la justicia: toda confesión de la verdad, cuando ésta es difícil de decir y oír, participa tanto de la fortaleza como de la justicia. Sin embargo, ni debemos ni podemos decir toda la verdad; incluso la autenticidad es un problema, dada la constitución ontológicamente ambigua del hombre (hay siempre una distancia entre la palabra, la conducta y el êthos: la autenticidad es lucha por la autenticidad).

Pese a lo anterior, la vida en la verdad forma parte de la fortaleza y debe manifestarse o como esfuerzo y lucha o en acto por la palabra (para denunciar o para proclamar). Además, desde el punto de vista ético, verdad y libertad están íntima y circularmente ligadas: mantenerse en la verdad y en la libertad es prueba de la virtud de fortaleza. La veracidad y la libertad interior deben ser constitutivas de la auténtica existencia filosófica.

En cuanto a la virtud de la magnanimidad, tanto el Aquinate como los estoicos la subsumen en la de la fortaleza. El sentido originario de megalopsykhía, “grandeza de alma”, es el de clemencia generosa en el perdón de las ofensas. Cabe distinguir una magnanimidad “política” (conquista del mundo) y una magnanimidad “filosófica” (desprecio del mundo). En la Ética nicomaquea se logra el concepto más pleno de magnanimidad, que consiste en ser y juzgarse digno de grandes empresas; esta grandeza tiene un lado positivo (que en la prosperidad tiende a la posesión del mundo) y uno de reserva (que en la adversidad desprecia al mundo).
La moral aristotélica, moderadamente emprendedora, fracasó históricamente entre los griegos de la época postalejandrina, que se sentían sojuzgados por sordas potencias cósmicas, muy lejos de sentirse capaces de dominar el mundo. En este contexto, la reacción estoica proclamó que el hombre sabio no necesita del mundo: la magnanimidad “filosófica” prevaleció sobre el espíritu de conquista. Para el estoico, “hombre a la defensiva” (Ortega), toda la virtud consiste en sustinere. Pero Santo Tomás recuperó el sentido humanista de Aristóteles y le imprimió un giro cristiano, por el que concibió la magnanimidad, virtud de la grandeza, como grandeza interior que demanda una irradiación exterior, el honor. Así, la esperanza racional consiste por un lado en la confianza en obtener ciertas cosas por las propias fuerzas (magnanimidad), mientras que por otro consiste en obtener otras cosas ex virtude Dei y con la propia colaboración del hombre (esperanza). La magnanimidad se formula como la manera racional de esperar aquellos bienes naturales de cuya consecución nos sentimos capaces.

Por último, a la magnanimidad corresponden dos virtudes más: la fiducia o confianza y la securitas (frente a la desesperación). Y otra virtud aristotélica que cabe reseñar es la magnificencia, que en el orden de la poiesis corresponde a la magnanimidad en el de la praxis. La magnanimidad consiste en agere grandes hazañas, y la magnificencia, en facere grandes cosas.
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